Junio dijo adiós tan pronto como el día treinta y uno recibió y despidió a la luna. Julio se abrió paso y trajo consigo el día agresivo de las elecciones. Debíamos escoger a nuestro nuevo presidente. Aquel día, mi tía Hermila nos despertó desde temprano porque ella juraba que muy pocos ansiaban ir a dejar su voto cuando el sol apenas salía.
Lo cierto era que me importaba nada ir a votar. Ni siquiera entendía a la política. Mi mamá defendía la concepción de renovarnos a un nuevo partido, pero la tía Hermila seguía aferrada a que el candidato pelón nos llevaría a la gloria y a conocer una versión mejorada de México.
Alerta de spoiler: nos fuimos a la mierda.
Para situarte en el contexto de esa época, es importante mencionar que nuestro país estaba bajo el dominio del Partido Revolucionario Institucional, mejor conocido como PRI, que había mantenido el poder de manera ininterrumpida desde la Revolución Mexicana en 1929.
Las elecciones presidenciales de 1988 se perfilaban como una oportunidad para introducir la alternancia política en la nación. Los tres candidatos de aquel año fueron Carlos Salinas de Gortari, representando al PRI; Cuauhtémoc Cárdenas, al frente de la coalición conocida como el "Frente Democrático Nacional" (FDN); y Manuel Clouthier, el candidato del Partido Acción Nacional (PAN).
Comerciales, propaganda, folletos, spot de radios. Los medio de comunicación fueron explotado por cada partido al grado de hartarme, pero desde entonces, las elecciones ya representaban una fecha importante para nosotros los mexicanos.
En la fila de los votantes nos encontramos a uno que otro vecino conocido. Ha decir verdad, una vez formada, pude percatarme de la cantidad de personas que vivían en mí mismo distrito, pero que no tenía conciencia de su existencia.
A las dos horas de espera, sin pasar aun, le di gracias a Dios por haber llevado conmigo la sombrilla que la señora Rosy me había obsequiado el año anterior por mi cumpleaños. Aunque me gustaría decir que el calor fue lo más insoportable, lo peor se redujo a las peleas verbales entre los bandos de fanáticos que defendían a sus candidatos.
―Por eso tu esposo te engaño, pendeja. Sigues votando por la misma mierda que nos tiene en la miseria ―había dicho una señora bajita a otra mujer en la fila.
― ¿Qué importa a quién le demos nuestro voto? Si de todos formas seguirán quitándonos lo poco que ganamos ―comentó un hombre detrás de mí a la señora que iba acompañándolo.
― Por favor, alguien diga si quiere comprarme el voto ―se escuchó el grito de alguien más y las risas de los presentes resonaron.
Quienes inauguraron las casillas de nuestro distrito fueron las personas de la tercera edad. Mi tía Hermila entró a la escuela junto a la señora Rosy y otra vecina. Las tres pasaron y salieron en menos de diez minutos. Ella nos avisó que nos vería en la casa por la tarde porque iría al mercado con sus amigas. Como aquella vez fue realmente mi primera experiencia en las votaciones, entré temerosa. Desconocía donde poner los pies. Le pregunté a la señorita encargada que cuál era mi casilla correspondiente y después de su instrucción, me formé en la fila de mi apellido.
La actividad fue fugaz. Una vez taché y doblé las hojas que resguardaban mis elecciones, las introduje dentro de la urna. Al recoger mi credencial, abandoné la escuela y me dirigí a encontrarme con mi mamá y mi hermana. Ellas me esperaban bajo el techo de una casa que, aunque ofrecía sombra, no podía mitigar completamente el sofocante calor. Sus rostros y brazos estaban repletos de sudor.
En la salida del lugar, fue imposible no ser testigo de la discusión entre dos mujeres. Como si el intercambio de palabras hubiese podido resolver los problemas económicos que, con una desesperante uniformidad, nos afectaban a todos. La escena me recordó a cómo el fanatismo podía deformar la verdad y convertir la democracia en un espectáculo de lealtades sin fundamento que podía, al mismo tiempo, conducirnos a un deterioro irreversible.
(...)
Ese mismo día, yo andaba por las calles después de dejar algunos pedidos de comida. Aquella tarde, por desgracia, las personas prefirieron, quizás, prepararse su propio alimento, además de que varios habían faltado a su trabajo y pudieron quedarse en casa. Hasta esa fecha, la distancia que tomé de Samuel, después del día de la feria, fue notoria. Dejé que él y Lucía pasaran los días juntos sin que yo estuviese de entrometida. Lo consideré a fondo. ¿Debía afectarme? No. ¿Por qué? Tuve que repetirme mil veces que nada de él me gustaba. Su sonrisa. Su voz. Sus ojos. Ni siquiera su forma tan intelectual de ser.
Tomé una elección. Lucía merecía una oportunidad.
Nunca lo hablé con ella. No fue necesario. Quizás la pena la hubiese custodiado si yo se lo preguntaba de frente. ¿Cuál era el punto, de todos modos? ¿Qué iba a hacer yo con esa información? Nada. Así que, las razones de darles el chance de conocerse el uno a otro residían en la simpleza de actuar según el instinto. No se trataba de una cuestión de control o de tratar de moldear el futuro, sino de permitir que las cosas se desarrollasen de manera orgánica. Pensaba que la conexión entre dos personas no debía ser forzada ni manipulada y, que a veces, el acto de permitirles encontrarse y descubrirse mutuamente fue suficiente para ver qué surgiría de esa interacción. Al fin y al cabo, la incertidumbre sobre mis propios sentimientos era irrelevante en ese momento.
Y aun cuando creí que el universo lo creía igual que yo, me jugó chueco en varias ocasiones. Tres días continuos encontré a Samuel en la librería de Don Miguel. Los turnos que me tocaron ir a hacer las compras con Don Evelio, él aparecía para ayudarme. Compartimos microbús y asiento más de lo que me gustaría admitir. Incluso, fue a dar a mi casa por haber auxiliado a mi tía Hermila quien, imprudentemente, compró media tienda y le fue imposible cargar las bolsas por sí sola.