Por un deseo

14. Viaje inesperado

Con la ayuda de Samuel e Iván, Felipe ató las maletas que guardaban el equipo de grabación arriba de la parrilla de su auto. Las cuerdas pasaron por debajo de los fierros negros. Presionaron cualquier objeto que pudiese volar a mitad del trayecto de la carretera y así evitar una tragedia. Según los tíos de Iván, el viaje no pasaba de la hora y media, por lo que si salíamos de la ciudad a esa hora temprana, para el medio día habríamos concluido con la entrevista.

Mientras los chicos terminaron de ajustar las cuerdas, yo acomodé nuestras mochilas personales en la cajuela del frente del nuevo Vocho de Felipe. El morral con las tortas, que mi mamá nos había preparado desde su despertar, debía ir adelante para que las comiésemos en el viaje junto a las botellas con agua de horchata que el papá de Lucía nos hizo.

Para aquel momento, el enojo entre mi amiga y yo había descendido al grado de poder intercambiarnos una que otra palabra, apenas y nos atrevíamos a mirarnos a los ojos. Lucía era tan orgullosa como yo, sin embargo, sabía que en unos cuantos días estaríamos hablándonos como de costumbre, sin ser yo quien cedería.

En aquellos tiempos, las carreteras estaban más libres de tráfico. Eran caminos de terracería entre desiertos áridos y desolados. Los paisajes lo conformaban piedras enormes acompañadas de árboles secos y montañas lejanas. Además, el calor se agregaba como la cereza en el pastel a falta de aire acondicionado.

A los veinte minutos del viaje, Felipe tuvo que detener el auto a la orilla de la camioneta. La cabeza le pesaba y los oídos le punzaban. Cuando abrió la puerta, tiró su cuerpo al piso. Hubo una gran queja acerca de que odiaba ir en carretera porque él solía marearse, sin importar si miraba por la ventanilla o no.

― ¿Y por qué lo dices apenas, Felipe? ―demandó saber Lucía.

― Si te mareas cuando viajas, ¿por qué te ofreciste en manejar? ―preguntó Samuel mientras le tendió una botella con agua.

―Sí, creo que debí considerarlo ―repuso Felipe a la par que ingirió el agua.

Iván reforzó las cuerdas que amarraban las cosas de la parrilla, después, nos miró serio: ―Está bien. Yo puedo manejar a partir de aquí.

―Pero, ¿no es que tus papás te quitaron la licencia? ―le pregunté.

Iván asintió. ― ¿Qué más podemos hacer? Si Felipe maneja puede desmayarse a medio camino o vomitarse encima. Lo haré yo. Si nos detiene un tránsito, ahí vemos que le inventamos.

Samuel propuso que Felipe se sentara delante de copiloto, por si acaso nos detenían tuviese chance de cambiar de lugar con Iván.

La casa de los tíos de Iván podía describirse en una palabra: impresionante. Tres pisos la conformaban. Me recordaba a esas mansiones antiguas con un estilo colonial. Para mí, era la primera vez que entraba a un hogar tan lujoso como presumía ser desde el exterior aquellas paredes elegantes.

El interior lo superó.

Una vez que el equipo de grabación estuvo puesto, Lucía dijo acción y los tíos de Iván comenzaron a hablar.

― ¿Mi mayor sueño? Es difícil de recordar. Estoy seguro que soñaba con ser un bailarín. Fue una pena que mi padre considerara a esa arte como exclusiva de mujercitas. Pude haber hecho grandes cosas ―respondió Guillermo con una sonrisa―. Desde aquella edad sabía que las faldas brillantes me dominaban.

― ¿Y cuándo se dio cuenta que tenía talento en la escritura? ―inquirió Lucía.

El señor Guillermo lo meditó. ―Creo que ese sueño de ser escritor nació en la secundaria. Una profesora nos presentó su libro favorito. Hasta ese momento, yo pensaba que los libros solo eran escolares. Nunca imaginé que podríamos encontrar historias fantásticas a partir de la imaginación del autor.

― ¿Cuál dijiste que era el título del libro, querido? ―preguntó Andrés.

―La tía Julia y el escribidor ―respondió Guillermo.

―De mis favoritos ―dijo Andrés.

―Con esa lectura me di cuenta como la ficción puede llegar a moldear nuestras percepciones. ¿A quién de aquí le gusta leer?

Todos levantamos la mano.

El señor Andrés rio por lo bajo. ―Vaya, querido, después de tanto hemos tenido la fortuna de rodearnos de personas pensantes y buen gusto.

Guillermo asintió, sonriente. ―Hemos conocido a personas que se autodenominan lectores ávidos, por supuesto, ¿quiénes seríamos si refutamos la postura?; sin embargo, entre más pasan los años, me doy cuenta que los lectores no se señalan a sí mismos, sino que emanan una energía inequívoca en la que podemos detectarlos, y detectarnos entre nosotros.

―También existen quienes están enamorados de la idea de lo que representa ser un lector. Piensan, quizás, que si se reconocen como uno, los percibiremos como menos estúpidos ―añadió Andrés.

―Ustedes, ¿por qué leen? ―preguntó Guillermo.

―Porque me gustan las historias que podemos encontrar ―respondió Felipe―. Las películas también logran fascinarme, pero los libros, los mangas, las historietas, son supremas.

―Bueno sí, esa podría ser una respuesta, pero un tanto ambigua ―repuso Guillermo―. Nos gustaría saber algo personal, qué es lo que los lleva a sumergirse entre las páginas de un ejemplar, les pregunto de nuevo, ¿por qué leen?

―A mí me gusta cómo los libros me permiten ver las cosas desde perspectivas diferentes —Samuel fue el primero en responder―. Podría decirse que es como tener conversaciones con personas que, tal vez, nunca conoceré, ya que la mayoría de autores que he leído están muertos.

Los hombres rieron.

―Yo leo para desconectarme de la realidad a veces —confesó Lucía, desde mis espaldas—. Me sumerjo tanto en los libros que olvido las preocupaciones diarias, y eso es un alivio, aunque acepto que las películas son más lo mío, en realidad.

―Yo porque me ayuda a reflexionar sobre mi vida y mis decisiones. —respondió Iván—. A menudo encuentro respuestas en los libros que no había encontrado en mi propia mente. Los personajes de mis libros cometen errores como nosotros, pero saben pedir perdón y perdonar.



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En el texto hay: mexico, romance, personajeliterario

Editado: 30.08.2024

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