Aquella tarde, en la que pensaba que sería algo extraordinario y si no, no tan exuberante para mi. Pero lo fue, partió mi corazón en dos. Las esperanzas se desvanecieron tanto como el agua de mi cuerpo en forma de lágrimas que brotaban de mis ojos casi sin quererlo.
Me imaginaba mi llegada a tierra, teniendo que darle la razón a aquellos hombres machistas que creían que no iba a poder, a aquellas mujeres que hablarían mal de mi por hacer un viaje con tres hombres, jamás sacarían algo bueno de eso si mi objetivo no cumplí.
Veía en negro, sucumbida en sabanas y mantas con desolación. Los hombres que me acompañaron en esto decidieron pasar la noche aquí y en la mañana nos iríamos lo más pronto posible. No habían pronunciado palabra alguna más que reconfortes para mi, pero sabía que también se sentían decepcionados de todo esto ¿y cómo no estarlo?.
Había pasado el día durmiendo y ahora, en la noche, solo miraba por la ventana el movimiento de las olas.
Que fácil sería solo fluir con la fuerza del viento, moviéndote a la par de él, sin tomar caminos o movimientos que al final del día podrían terminar contigo.
En los que solo tengas que dejarte llevar para ser y no contar con un corazón que te pueda hacer errar y caer. Si todo fuera más fácil, menos sentiría y más me parecería al océano.
Pero, hay veces que hasta el océano toma las riendas de su vida y da un giro inesperado, sumiéndose en una estelar tormenta, porque el caos es el único que puede traer la calma y sin el caos ¿cómo sabríamos cuando estamos en calma?
Me asombré cuando las olas comenzaron a hacerse más grandes, más agresivas. Se movían de un lado a otro con ímpetu. El viento rugía por pequeños agujeros que el barco contenía y lo sacudía muy pugnaz.
Me asusté, salí del camarote y corrí escalera arriba en busca de los chicos. En mi mente se reporoducían una y otra vez cada anécdota, cada lamento de mi padre, sus palabras, abrazos, consuelos, llantos. Todo lo que había sufrido cuando una ola arrasó con mi madre.
Y ahora podía sucederme. Nunca se sabe cuando tú vida dará un stop, cuando des tu último aliento, en donde te encuentres o con quien estés. Por eso cada momento, cada lugar y cada hora tienes que hacer lo que sientes, lo que a ti te hace feliz.
Porque si eso será lo último que hagas, al menos, eras feliz.
Precipitarme a lo que sucedería fue un acto reflejo del miedo que contenía mientras corría, sin saber bien a donde, me perdía por cada pasillo aunque conocía bien cada rincón. Pues mi mente caótica, nublada de malos pensamientos, no me dejaba pensar con claridad.
Tenía que actuar, el rostro de mi madre se me aparecía como si su presencia estuviera aquí conmigo, la recordé con claridad. Sus ojos iguales al mismo cielo, su cabello dorado, su sonrisa espléndida y el amor que transmitía por cada poro.
Recordarla, me dio la valentía que necesité. Con astucia frené, di la vuelta y corrí escaleras arriba hasta la habitación, que tan pocas veces había entrado, pero que sabía a la perfección a quien le pertenecía.
Entré a la primera puerta que vi, la del señor Íñigo, estaba acostado tranquilo en una hamaca, pero no era hora de dormir pacíficamente.
Le desperté a gritos, sacudiéndole desesperadamente, las olas movían con agresividad el barco así que dudaba que los chicos no se hubieran despertado ya.
-¿Qué sucede Ade?- Me preguntó Íñigo dormido, sucumbido en sueños aún.
-Despierta por favor, siente lo que está sucediendo-
Cerró sus ojos parado frente a mí, en medio del camarote en completa penumbras. Estaba sintiendo lo que sucedía y bajando a tierra, más rápido de lo que esperé aterrizó con fuerza y corrió fuera, despertó con gritos a Alexander y Francis, los cuales se despertaron con presteza.
Ninguno me hablaba, miraba o emitía emoción alguna, corrían de aquí para allá atando cuerdas, soltando otras, marcando el curso lo más que podían.
No podía quedarme ahí parada mientras ellos arriesgaban su vida en cubierta, quizás una ola podía ser lo suficientemente fuerte para arrastrarlos, así que lo menos que quería era sentirme insuficiente.
Entré rápidamente y asegure cada habitación, cada objeto, bloqueé las ventanas lo más que pude, secaba el agua que entraba y prendía las velas, ya que los faroles se habían apagado.
Todo pasaba tan rápido que cuando mis compañeros de aventura se hallaban sentados junto a mi, aún seguía sintiendo el temor, la adrenalina, la incertidumbre de no saber que sucedería.
Afuera el viento seguía rugiendo con fuerza y las olas con cada minuto que pasaba parecía ser más violento, pero ya no nos quedaba nada a por hacer, solo esperar a un nuevo día, a que el sol saliese y esta noche, solo sea una pequeña piedra en el camino.
Les preparé un café, todo ocurría en silencio, mis movimientos, sus movimientos y hasta nuestras respiraciones, nadie hablaba seguro a toda la conmoción que vivimos en tan poco tiempo.
-Chicos lamento haberlos traído hasta acá, haber arriesgado su vida y todo para nada- Susurré tras sentarme y expulsar un largo y tembloroso suspiro.
Ellos se miraron, pero ninguno pronunció palabra alguna, bajaron su mirada hasta su taza, excepto Alexander.
-Señorita Adelaine, lo que he vivido estás semana junto a ti, no ha sido tan entretenido desde 1879 en los que mi abuelo se asustó al verme recién despierto y se cayó de culo, me reí durante días recordando su rostro, así que no oses arrepentirte jamás por esto a que nos has inducido, o al menos a mi-
-Oh señor Alexander, no sabe lo reconfortante que han sido sus palabras para mí, me ha alegrado el corazón la verdad-
-Espera Ade, yo pienso igual que él. Sabes que viajar es de lo más importante para mí, es mi sueño, así que no te disculpes por eso-
-¿Sabes por qué me he hecho capitán mi niña?- Me preguntó Don Íñigo al segundo en el que Francis dejó de hablar.