Posdata...

IX

 El día se puso frío con rapidez, lo habíamos disfrutado con tantas ansías que el atardecer apareció con anticipación, o así nos pareció. Los niños acapararon toda mi atención, feliz de disfrutar sin preocupaciones, oyendo sus risas y sus tiernas voces, todo fue tan lindo.

 Los chicos jugaron con los más grandes y pude lograr ver a Don íñigo fraternizando con los más adultos del pueblo, pero con un poco de empero siendo que Emile le retenía todo su tiempo disponible.

 Reía como nunca antes y me alegró verlo, nos hacía bien estar aquí, pero no olvidaba de donde venía, lo que vine a hacer y a quien dejé para lograrlo.

 En mi mente anoté escribirle una carta a mi padre y Everad, aunque más lo estaba en mi corazón. Ansioso de oír de ellos. Nuestra comunicación era nula pues a cuestas habíamos encontrado el lugar, nadie podría llevar las cartas; todo era más difícil al no tenerles.

 Me encontraba alejada de la gente, apreciaba el bello atardecer con colores tan vivos, irónico siendo que el día se apagaba, así es la magia de la naturaleza. Me alejé a pensar unos momentos, en todo y en nada, oyendo los pájaros, verlos volar, las hojas caer y el viento soplar.

 Cuando acostumbras maravillarte con tan pequeñas cosas, con el cielo, con un árbol o si quiera con una flor,algo tan común que pensar lo extraordinario que son es impensable, pero aprendes a hacerlo. Y una vez que lo haces, jamás dejas de emocionarte con cada momento, aunque parezca ser igual que el anterior.

 Mis piernas estaban flexionadas contra mi pecho, mis brazos las abrazaban y mi rostro se apoyaba en ellos. Sentía como mi cuerpo se movía al compás de cada respiración, hasta que tras un tacto, di un respingo, asustándome de esa acción que me tomó por sorpresa.

 Alejo estaba ahí, su manito estaba posicionada en mis brazos, sus grandes ojos me veían con curiosidad y sonreí con inmediatez al tenerle cerca.

 -¿Señorita se encuentra bien?- Me preguntó aparentando ser más grande de lo que era, su acción me hizo reír y me derritió de ternura.

 -Oh si pequeño, muy bien ¿y tú?- Contesté dándole toda mi atención, descrucé mis brazos y di pasó a que se sentara a mi lado, como hizo.

 -También, eres una buena niña- Confesó sonriendo y ya no entendía como aún no me había desmayado ahí. Este pequeño es un Don Juan con todas las letras.

 -Alejo niño, deja a la señorita en paz. La estás sonrojando - Dijo una voz grave delante de mi.

 Vi que era Dewey, el chico que conocí el primer día que llegué. Si ya estaba sonrojada tras lo que me decía el niño, ahora un tomate estaría celoso de mi tonalidad.

 -Pero si solo fui amable- Reprocho él con un puchero.

 -Y fuiste el niño más dulce que conocí, también eres un buen chico Alejo- Le respondí con toda mi atención.

 Satisfecho, sonrió, se levantó y corrió en busca de los otros niños. Dejándome a solas, con Dewey.

 -¿Ha encontrado la mujer que buscaba?- Me preguntó momentos después de pedirme permiso para sentarse a mi lado.

 Dude al responder y recordé que debería de estar haciéndolo -Todavía no, pero pronto lo haré-

 -Es una isla hechizante ¿no es así?-

 -Si que lo es, se me olvida en ocasiones mi objetivo y es desesperante- Respondí con un suspiro, él me veía con diversión. Mi cara se transformó en confusión, lo que provocó una idea en Dewey, claro por sus gestos.

 -¿Qué le parece si ahora que las personas están aquí reunidas, le ayudo a buscarla?- Propuso con una pequeña sonrisa.

 -¿Haría eso?-

 -Claro que sí, ven- Contestó con emoción, parándose de igual forma. Cortés fue al brindar su mano para ayudarme, para luego tirar de ella colina abajo, lugar donde se encontraba la mayoría de las personas del pueblo.

  Parecía que sus nacionalidades provenían de distintas partes del mundo gracias a la gran distinción de sus rasgos. Algunos eran rubios, otros morochos y una mujer negra con rulos hasta la cintura, muy bien estilizada, era bellisíma.

  Se paró frente a una señora cerca de los setenta u ochenta años, la cual al verlo, sonrió con esmero.

 -¿Cómo está la señorita más hermosa y sabia de esta isla?- Le dijo besándole la palma de la mano, junto con una reverencia.

 -¡Oh mi niño! Sigo viva como verás- Rió a la vez que nosotros, al oírme, prestó su atención en mí -Así que tú eres la chica que tiene a todo el pueblo conmocionado, puedo ver porqué, tienes una sonrisa y un rostro digno de adular- Mis cachetes quemaban, solo pude bajar la mirada y agradecerle con cortesía.

 Dewey tomó la conversación al rumbo por el que se acercó a ella, preguntándole con intriga -¿No has odio de alguien que haya mandando una carta a España, Esther?-

 Ella dudo, pensó varios minutos hasta que contestó -Algo escuché sí, sabes que es raro que alguien tenga familia allá afuera, pero quien más puede saber es tu hermano querido ¿No se te había ocurrido?-

 Él, como si le hubiera dicho la cosa más obvia del mundo, chisto en señal de que Esther tenía razón. No se le había ocurrido sin duda.

 Pero por otro lado, no sabía que Dewey tenía un hermano ¿Quién sería?

 -Eres un ángel Esther, te amo- Le confesó besándole la mejilla, en respuesta, rió con complicidad y le recordó que si en algún momento la necesitaba, aquí estaría.

 -Para ti igual mi niña, mientras estés aquí, considérate en casa- Cuando me dijo eso, tomando mis manos, me recorrió un escalofríos por el cuerpo.

 No era nada malo, si no todo lo contrario, me hizo sentir muy bien, comprendida y querida con facilidad.

 -De verdad agradezco mucho que me haya dicho eso, estaré para ti para cualquier cosa que quiera- Prometí con sinceridad.

 -Lo sé Ade, lo sé- Yo no había dicho mi nombre, pero lo supo, supongo que las noticias corren rápido por aquí.

 Dewey tomó mi brazo llevándome colina arriba otra vez, no sabía que venía a continuación, pero esperé con paciencia que me explicara como haríamos para descubrir a la mujer.




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