Presagio De Muerte

Parte VIII

15 de noviembre de 1999

1

A despuntar el sol, las personas del pueblo llegaron al velatorio que se realizaba en el salón número 3 de la casa de sepelios. Una modesta pizarra negra en la entrada de la habitación rezaba "VELATORIO DE DOÑA ISABEL JAKOV –CRISTIANA SEPULTURA A LAS 12:00 EN EL CEMENTERIO MUNICIPAL".

Sentados en incomodas sillas de plástico, desde un rincón del salón, los hermanos observaban entristecidos como las personas se acercaban a despedir a su madre. Los primeros en llegar fueron su mejores amigos, Javier y Fernando, quienes, sin saber muy bien que decir, permanecieron junto a ellos. Para Jonathan, la sola presencia de sus amigos era reconfortante, necesitaba tener junto a él personas que de verdad lo apoyaran, no como el resto del pueblo, quienes luego de dejar flores o rezar brevemente sobre el ataúd con la tapa cerrada, lo miraban con desprecio, echándole la culpa por la desgracia. La reputación del joven era bien conocida por todos, muchos especulaban que había sido maldecido o poseído por el demonio, que a su alrededor todo era muerte. A pesar de lo injusto que era para él, Jonathan poco a poco comenzó a convencerse que él era el causante de todo.

–El muerto debería ser ese maldito.

–Porque tuvo que regresar. Mira lo que ha pasado en el pueblo desde que llegó.

–Ese muchacho es el diablo. Deberíamos expulsarlo del pueblo.

Se escuchó decir entre los presentes, quienes sin el menor remordimiento hablaban de él en voz alta, mirándolo en todo momento con ojos acusadores.

–No soporto más esto. Salgamos un momento Jonathan. No tienes necesidad de tolerar esto en un momento como este. –Le dice Javier tomándolo del brazo para sacarlo de esa incómoda situación en el velatorio de su propia madre.

Los tres amigos salieron al patio trasero de la funeraria, donde las luces de unos cuantos faroles se apagaron reemplazadas por la luz del sol que se alzaba en las distantes colinas. Aquella mañana la temperatura había descendido unos cuantos grados y una suave brisa que soplaba allí a fuera, tornaba el ambiente agradable, distinto al calor que hacía en el salón sin ventilación y lleno de incomodidad que causaban las personas juzgándolo tal como si fuera un asesino. –La gente de aquí puede ser una verdadera basura. –Le dijo Fernando mientras encendía un cigarrillo Malboro.

–No lo sé. Quizás tengan razón. Si no hubiera regresado ellos podrían estar vivos. Es todo culpa mía.

–De que hablas? No puedes pensar así. Tú no eres responsable de nada. –Lo interrumpe Javier elevando el tono de su voz. –Me molesta que estas malditas personas vengan a acusarte y hacerte creer todas esas patrañas. Todos son unos malditos, llenos de secretos y mentiras y ahora, precisamente en estos momentos, todos se creen inocentes e inmaculados, acusando con sus supersticiones ridículas a la persona más buena de este condenado lugar.

–Pero no es nada más que la verdad. Todo a mí alrededor resulta lastimado. Sé que en estos momentos lo que debería hacer es irme lo más lejos posible sin mirar atrás. Pero no puedo abandonar a mi hermano. Soy lo único que tiene en la vida, pero sé que a mi lado sufrirá mucho. 

–Oye ni tú ni tu hermano están solos. Aquí estamos nosotros como siempre lo hemos estado. Quizás solo seamos el grupo más perdedor que haya salido del maldito Colegio Fátima, pero sí que somos muy unidos. Así que, lo que tengas que pasar tú o tu hermano, siempre estaremos allí. ¿De acuerdo? –Lo animó Fernando largando una gran bocanada de humo que se elevaba impulsada por la briza.

–Gracias muchachos. Se lo agradezco mucho. Ustedes y Franco son lo único que me queda. –Esbozó una pequeña sonrisa para luego abrazar a sus amigos.

2

En el interior del salón Franco había permanecido sentado en el rincón del salón, las patas de aquella precaria silla plástica se doblaban y parecía que se rompería en cualquier instante. Desde allí observaba la gran cantidad de personas que entraban y salían. Su madre realmente era una persona muy querida por todos. Fielmente, cada domingo era la primera en llegar a la iglesia y siempre estaba allí para ayudar a los demás. Se había desempeñado durante mucho tiempo como enfermera en el Hospital, y aunque ya no trabaja más, siempre estaba dispuesta a ayudar cuidando algún enfermo o aplicando inyecciones sin cobrar nada. Pero esa predisposición a estar siempre colaborando con todos había hecho que muchas veces estuviera ausente de su hogar.

–Pobre niño. Mis condolencias. –Intentó consolar al pequeño la señora Petrila Richter, la antigua maestra de primaria acariciándole suavemente sus cabellos. – Tu madre fue una gran mujer. Nunca olvidaré las noches que pasó junto a mí, ayudándome a cuidar a mi marido en su lecho de muerte. Es una gran pérdida para el pueblo.

Franco asintió con la cabeza, sin contestar una palabra. La verdad es que solo quería permanecer en silencio y que todos se fueran.

Entonces oye que alguien se sienta junto a él, pesadamente. –Dios mío. Que aburrido. Necesito largarme de aquí cuanto antes. – Escucha quejar a un muchacho junto a él.

Franco lo mira con indignación. El muchacho lo mira y lo saluda. –Hola. A ti también te han arrastrado hasta el funeral de esta anciana religiosa.

Ya con una mirada de odio indisimulable le contesta. –No me han arrastrado. ¡Es el funeral de mi madre!




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