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06 de diciembre de 1999
15:00 hs.
La tarde se había vuelto calurosa, agobiante. La humedad en el ambiente se intensificaba a medida que grandes y oscuras nubes de tormenta se acercaban desde lo lejos.
Desolado por la pelea con su padre, Pablo fue a su lugar especial. Allí, en el cementerio de San Antonio, permaneció sentado bajo la sombra de una antigua acacia, cuyo tronco se inclinaba y sus ramas se encorvaban como si fuera la silueta de un anciano, mirando la tumba de su hermano. Sus padres habían decidido enterrarlo bajo la sombra de aquel árbol, porque querían que tuviera una sombra agradable en los días de intenso calor. Pablo le gustaba imaginarse que su hermano no había sufrido, que estaba allí abajo como si fuera solamente una persona dormida, con su rostro armonioso y sus manos cruzadas sobre su pecho en un descanso eterno, pero la realidad era que no había mucho de su hermano allí. Los escasos restos que pudieron recuperarse de entre los hierros retorcidos apenas podrían haber llenado una cubeta.
–Ojalá estuvieras aquí. –Susurró al aire con melancolía mientras observaba el rostro sonriente de su hermano en aquella placa de bronce donde se leía "DESCANSA EN PAZ TE QUIEREN POR SIEMPRE TUS PADRES Y HERMANO".
Pablo permaneció observando el cementerio. Reinaba un silencio sepulcral. Se podía sentir una paz que no se conseguía en otra parte. Las viejas lápidas que decoraban las tumbas nombrando a sus ocupantes estaban corroídos por él oxido y el implacable paso del tiempo. Los antiguos nichos, algunos de casi doscientos años, en donde descansaban familias enteras, lucían descastados, abandonados y olvidados por sus descendientes. Es triste pensar en aquellas pobres almas olvidadas, viendo como sus últimas moradas se deterioran lentamente, siendo vandalizados por bastardos desconocidos. El césped en el cementerio estaba prolijamente cortado. En algunos sectores se observaban hundimientos en el suelo, probablemente viejas tumbas sin señalar, cuyos ataúdes cedieron por el peso de la tierra y todo se hundió sobre ellos. A pablo le costaba trabajo superar la muerte de su hermano y cuando estaba allí junto a su tumba, tenía la extraña y cálida sensación de tener su presencia junto a él, diciéndole que todo estaría bien.
Pablo permaneció un largo rato contemplando las viejas tumbas, intentando imaginar las historias de los habitantes que vivieron en el pueblo durante décadas antes que él. Se perdió en sus pensamientos hasta que el calor sofocante le provocó un casi irresistible sueño. Sus ojos comenzaron a pesarle. No era la mejor idea echarse a dormir en medio de un cementerio, así que decidió marcharse. Se acercó por última vez a la tumba de su hermano y tocó su foto sonriente por última vez.
–Nos veremos pronto hermano. –Volvió a susurrar.
Dio una última mirada a lo lejos. El cielo comenzaba a cubrirse de un gris lleno de tristeza y soledad. Fue en ese momento que algo llamó su atención. Al costado del cementerio, detrás del viejo árbol donde había permanecido recostado, estaba el camino que conducía a la vieja casa del cuidador del cementerio. Ya nadie vive allí, no después de las horrorosas cosas que ocurrieron allí. A solo cincuenta metros del cementerio, atravesando el camino, en el cual parecían que los árboles de cerraban sobre él, como gigantescas manos dispuestas a atrapar al que fuera lo suficientemente valiente (o estúpido) para pasar por él, se observaban las paredes de la vieja casa, consumidas por un fuego iracundo, y que ahora estaban repletas de musgos y enredaderas, El techo había cedido en parte y había caído hacia el interior. Los vidrios de las ventanas habían estallado y sus marcos carbonizados se asemejaban a grandes ojos. La casa completa parecía un ser deforme que estuviera esperando a quien se acercara y nadie lo hacía. Durante años nadie se atrevió a acercarse. Se contaban historias aterradoras de cultos satánicos que la ocupaban en oscuras noches para celebrar sus misas negras. Se decía que la casa misma tenía un pode maligno que hacía que algunas personas fueran allí a quitarse la vida. La casa estaba hambrienta de almas y eso, según cuenta las señoras chismosas del barrio en sus charlas de café, es lo que le ocurrió al antiguo cuidador. No sabía mucho de la historia, solo recuerda que era muy amigo de su padre. Algunas noches él y su hija habían ido a cenar con su familia. Parecía ser un sujeto agradable, pero luego enloqueció y asesinó a esa misma niña que Pablo había visto tantas veces en su casa. Su padre jamás le contó lo que sucedió. Eso lo había deprimido mucho y luego la muerte de su hijo mayor lo habían convertido en lo que es hoy, el Comisario frio como el hielo.
Mientras pensaba en todas esas cosas, Pablo se queda observando la vieja casa, casi hipnotizado por ella, hasta que se horroriza al ver pasando una figura dentro de la ventana. Un súbito escalofrío recorrió su cuerpo. Estaba a punto de echarse a correr endiabladamente cuando vio a una persona salir. A lo lejos no podía distinguirla con claridad. Parecía ser un niño, completamente desnudo. El niño miró hacia todas direcciones como si estuviera completamente perdido, fuera de sí. Caminó un par de pasos y luego se desplomó junto a la tétrica casa.
Pablo dudó por unos instantes, pero luego decidió acercarse. Después de todo podría ser alguien que necesitara ayuda. Se acercó con la piel completamente erizada del miedo. El siniestro camino parecía cerrarse sobre él como la boca de un animal hambriento. Por un momento la idea que la bestia en su forma humana estuviera allí, tirado junto a la casa endemoniada habitada por quien sabe qué demonios, pasó por su mente, pero no podía ser la bestia. El, la había visto en su forma humana, era un hombre y no un niño. Esto lo tranquilizó en parte a medida que se acercaba más y más. La figura del niño le parecía cada vez más familiar.