Presagio De Muerte

PARTE XXVII

1

06 de diciembre de 1999

19:30 hs.

Las tragedias se sucedieron una tras otra para la familia Stevenson, de ser una familia simple, llena de felicidad y una vida tranquila, pasaron a ser las personas más desdichadas en tan solo un abrir y cerrar de ojos. Estas ideas circulaban la mente de Pedro cuando se detuvo frente a la casa de Gastón. Descendió de la camioneta cerrando con ímpetu la despintada puerta que chirrió en sus oxidadas bisagras. Había algo demasiado extraño. El hedor de la muerte se podía sentir en el aire de una manera casi palpable. Aquella casa lucía desolada, como si hubiera estada abandonada durante meses. El césped crecido que nadie se molestó en cortar desde hace mucho tiempo, atraía a moscas y mosquitos que pululaban por el jardín de flores marchitas. Arriba, en el tejado, espeluznantes y negros cuervos se posaban. Sus ojos rojos con los grandes círculos oscuros que formaban sus pupilas, permanecían fijos en él, expectantes, como si supieran de antemano la horrible verdad que estaba a punto de descubrir. Pedro se sintió asqueado, aquellas aves repulsivas no dejaban de observarlo, las mismas aves que invadieron su hogar cuando su hija se enfermó. Aquellas aves parecían estar atraídas hacia la muerte y las desgracias. Pedro se acercó hasta la puerta pintada de un blanco avejentado. Intentó abrirla, pero estaba cerrada. Se acercó hasta los ventanales y echó un vistazo hacia el interior. Dentro, todo estaba en penumbras. La casa estaba llena de una energía difícil de explicar, una energía que provocaba desolación.

Pedro se dirigió al patio trasero. Todo estaba aún peor que el frente. Bajo un gran fresno, cuyas ramas se extendían por sobre el muro hasta el terreno baldío junto a la casa, luego del cual se extendía las altas arboledas del bosque, había una fosa. Era desprolija y poco profunda, con la tierra arrojada hacia todas partes como si el que estuviera cavando lo hubiera hecho en un frenesí. La pala todavía se encontraba en el interior, como si hubieran desistido de la idea de cavar la fosa de manera repentina.

Pedro no se percató en ese momento que sus piernas temblaban de manera persistente. El miedo se apoderó de él. Quería alejarse de allí. Marcharse muy lejos. Quizás si no lo veía con sus propios ojos se convencería de que nada había pasado, que su propio hijo había asesinado a su hermana. Que su propio hijo era la bestia que tanto odiaba. Pero no se alejó, necesitaba estar seguro. Tomó la pala y se dirigió hacia la ventana junto a la puerta trasera. Golpeó el vidrio con fuerza y los trozos cayeron estruendosamente en el piso de cerámica del interior produciendo eco en las desiertas habitaciones de la casa. Metió su brazo y destrabo la ventana. Finalmente estuvo dentro. Todo estaba oscuro. Intentó encender las luces, pero no funcionaban. Su corazón palpitaba con cada vez más fuerzas. Un repugnante olor a putrefacción se apoderó de sus fosas nasales dándole arcadas. Se levantó el cuello de su camisa para cubrirse la nariz y avanzó. Por entre las cortinas polvorientas se colaban los últimos y dorados rayos de sol. No quedaba mucho tiempo. Los cercanos rayos de tormenta estremecieron la casa y fuertes ráfagas entraron por el vidrio roto produciendo un silbido pavoroso.

En la penumbra de la casa se podía distinguir la silueta de una mesa dada vuelta, las sillas arrojadas en distintos sectores de la sala. Sobre la cocina una gran cantidad de horrorosas moscas de grandes y brillantes ojos verdes se posaban sobre restos de comida podrida dentro de una sartén. Continuó recorriendo la casa. Se dirigió rápidamente hacia las habitaciones. El olor a putrefacción se hacía cada vez más fuerte y penetrante a medida que se acercaba al cuarto de su hijo. Apoyó su mano en el picaporte. Temblaba como un niño asustado a punto de abrir el armario donde aterradores monstruos se escondían. Su corazón estaba a punto de colapsar con palpitaciones aceleradas como en la peor taquicardia que haya tenido en sus casi sesenta años. Giró el picaporte lentamente. La puerta chirrió de manera espeluznante, como un grito ahogada de un alma en pena, cuando comenzó a abrirla. Dentro todo estaba oscuro como en el resto de la casa. Forzó sus ojos hasta que se adaptaron a la penumbra. El desquiciante sonido de cientos de moscas revoloteando sobre la cama casi lo hace vomitar. El hedor era atroz, como el de un perro muerto que permanece al aire libre durante muchas lunas mientras los gusanos se alimentan de su cuerpo en descomposición. Sobre la cama, una sábana amarillenta con grandes manchas de solo Dios sabe que sustancia cubría un gran bulto. Pedro ya sabía de qué se trataba, en su corazón lo sentía, pero de todas maneras necesitaba verlo. Se acercó lentamente espantándose las moscas que se posaban en su rostro intentando poner sus huevecillos. Se acercó mientras el olor inmundo se hacía insoportable. Finalmente estuvo junto a la cama. Temblaba. Temblaba como nunca había temblado. En todos sus años jamás había experimentado un miedo semejante, el miedo de descubrir la horrible verdad.

Tomó el extremo de la sábana y tiró de ella. Las moscas enloquecieron y volaban en círculos, expectantes de acceder al siniestro botín que la sábana cubría. Mientras estiraba sintió como algo se deslizó por un extremo y quedó colgando del borde de la cama. Era un pequeño brazo, estaba morado, hinchado y la carne parecía ebullir con cientos de gusanos, blancos y regordetes que la devoraban lentamente. Pedro se tapó la boca sintiendo que un sonoro grito se ahogaba en su garganta. Tiró de la sabana con fuerza y la retiró por completo. Allí estaban los cuerpos en avanzado estado de descomposición. Les faltaba grandes trozos de carne en sus rostros y torso. Allí estaba su pequeña nieta, acostada junto a su madre, con la boca abierta en un eterno grito de dolor. Los gusanos salían de las cuencas que anteriormente contenían sus bellos ojos marrones. Pedro cayó de rodillas. Las lágrimas emergieron incontenibles. –Hijo ¿Qué has hecho?




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