Princesa Juliana: El poder de la soberana

Capítulo 39

En honor a la verdad, un cementerio por más bello que haya sido esculpido, por más atención que le brinden para mantenerlo a la vista como una especie de paraíso para descansar, jamás dejará de ser el sitio donde residen los difuntos; un lugar, que se quiera admitir o no, siempre provoca cierto escalofrío. Por esta razón, o quizás por otra que escapa del entendimiento, es que se puede encontrar en un espacio a Julia Byington, caminando entre unas tumbas, con cierto malestar interno.

¿Qué hace ella en un cementerio? La tarea que la ha esperado desde hace mucho. Pero, ¿por qué tiembla? Por el miedo. Con todo, poco importa la desazón, la molestia mental que a la princesa la invade al estar en aquel sitio. Poco a poco, despacio, tomándose su tiempo, con toda la delicadeza y solemnidad que puede invocar, en cada lápida, Julia coloca una rosa negra. Así, desde la primera tumba hasta la número diez, deja el presente para las personas que descansan ahí. La gran diferencia en el acto que ella ha querido realizar, aprovechando su corta estancia en Europa, en el castillo de Juliana, es el realizado al acercarse al último sepulcro, pues allí, por alguna razón, siente deseos de huir.

La doceava princesa respira profundo, contiene su cobardía y sonríe con tristeza.

No es bonito estar en el cementerio real, donde descansan sus antecesoras. No, en verdad es tortuoso, pero ha deseado presentar sus respetos ante todas esas chicas, que como ella, tenían sueños, ambiciones, familias hermosas y muchos amigos, pero que todo les fue arrebatado cuando estaban apenas floreciendo. Así, como es lógico, tampoco es dulce encontrarse con la lápida de la más joven de las princesas, con Daina Kirchner, la llamada «Reina de espadas». Con todo, reúne valor, respira profundo y con dolor, sitúa la rosa negra sobre la lápida, pero en ese instante, cuando sucede aquel contacto, acontece lo que Julia ha temido sin saberlo.

Cuando a ella vino la idea de presentarse al cementerio, tuvo cierto malestar que se presentó como una reticencia al acto y, ahora sabe por qué. Su cabeza, ésa que ha sentido enorme, casi como si apenas tuviera lugar en su cráneo para contenerla, que ha sido aumentada de tamaño con cada hora que pasa, de forma rápida, explota. Es raro, pero ella siente aquel estallido en su interior y cuando esto ocurre, lo que ocurre a continuación, no hay forma clara de describirlo.

La imagen está despejada. Los sonidos se ubican. Las voces también. El puzle cobra forma. De modo que, lo que lleva tiempo queriendo formarse en su cabeza, aparece.

 

Quien está al frente es Antje y también, un puñado de personas. ¿Son médicos? Sí. ¿Esa es una mano pequeñita de niña? En efecto. ¿Reconoce ella la sala? Por supuesto, pero, ¿es eso que siente en su mejilla una caricia? Ni más ni menos, pero esta no es reconfortante, sino asquerosa. No obstante, ella casi preferiría ese toque repugnante, que aquello que le clavan en el cuello y le hace soltar un grito bestial.

―Quédate, quieta. Esto es por tu bien.

Otro grito desgarrador. Aquello le quema, la devora y sí, mueve sus pies con fuerza, intentando huir.

 

Las piernas le fallan a Julia y aun estando presa de la pesadilla, corre. Ella lo hace, se aferra a sus rosas mientras las náuseas la invaden y su cuerpo sigue siendo consumido.

 

Cambio de escena. Las luces se apagan. Ella no mira nada, pero algo se escucha al fondo, una voz que cobra fuerza a cada segundo.

―No es nada personal, pero, es hora. No volverás a ser la misma.

 

Ella choca contra algo, más no cae al suelo. Erich lo evita, al sujetarla de los hombros.

―¿Estás bien? ¿Qué te sucede? ¿Por qué corres? ¿Qué fue ese grito?

Los ojos negros se abren. Voltea hacia todos los lados y a punto está de abrir la boca para explicar el asunto, cuando algo la detiene.

No se lo digas. Calla. Nadie puede saberlo. Si lo quieres, no se lo digas ―susurra una voz femenina desconocida, quizás de su edad, tal vez menor, dentro de su cabeza―. Ni siquiera te molestes, no podrás saber nunca dónde estoy. Así que, guarda silencio. Tu prueba inicia a partir de ahora. Te estoy vigilando y escuchando. Así que, haz lo que desees, pero no le avises de esto, ni de lo que viste.

Una amenaza. ¿Sí? ¿No? El temor no la deja pensar, lo único que concluye es que alguien la ha cercado en su territorio y que no percibe ningún otro poder psíquico a la redonda. ¿Qué sucede? solo alguien con armas y agallas, que sabe lo que puede y lo que no ejecutar, que tiene medidas las variables, se atrevería a hacer semejante estupidez contra la princesa. Por ello, llegando a la conclusión de que necesita tiempo, traga grueso.

―Me dan miedo los cementerios y, sí, aún no es de noche, pero ¿qué quieres que haga? ―Miente, casi queriendo llorar―. ¿Este es el monumento conmemorativo? Ayúdame a poner las flores. Me he inclinado once veces porque no quisiste acompañarme a las tumbas de las princesas. El largo efecto de las drogas que Zelinda me dio en el examen, están desapareciendo. Así que, dame una mano, me duelen mucho mis tres costillas rotas.

Erich obedece. Por fortuna, él lo hace.

―Bien hecho. Sigue las reglas.

La muchacha traga grueso y decide seguir con lo establecido para que Erich, no se percate de nada. Por lo cual, viendo el obelisco erigido en los terrenos sacrosantos a petición de Keith Dalley, ése que no es tan grande porque mide apenas cinco metros de altura, con pies temblorosos se acerca a la inscripción y lee:




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