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Cuando llegué a mi habitación cerré la puerta detrás de mí causando un estruendoso ruido.
En la penumbra del cuarto comencé a forcejear el corsé del vestido pero este se rehusaba a alivianarse. Gruñí en desespero y segundos después una luz en la esquina de la habitación se encendió.
Era Telma, sentada en una butaca y con los ojos adormecidos. Seguramente estaba durmiendo antes que yo llegara. Se suponía que debía de mantenerse toda la noche en mi habitación en caso de que yo necesitara componerme el vestido o arreglarme el maquillaje. Aunque también era una manera de vigilarme, ya saben, por si se me ocurría subir con alguien.
Telma se aclaró la garganta.
—¿Se ta ha bajado el vestido o quieres que componga algo de los nudos del corsé? — preguntó, acercándose a mí con cautela.
—No, todo bien con el vestido, solo quiero quitarmelo.
A la mujer se le abrieron los ojos de par en par.
—¿Quitarlo? Pero si apenas son las doce niña, deberías estar abajo con el resto de los invitados.
Suspiré, agotada por estar forcejeando con el nudo del corsé y hastiada por la situación. Quería estar sola, dormir y que nadie me molestara.
Telma cerró los ojos y luego negó con la cabeza. Ella también parecía estar cansada, y también quizás le molestaba que hubiéramos pasado más de tres horas arreglandome para que una hora más tarde yo regresara a quitarmelo todo.
—Bueno, pero ya deja de moverte que vas a arruinar la pieza— me regañó la mujer mientras me ayudaba. — Diablos, hice bastante fuerte este nudo.
Ya lo dije antes, no me acostumbraba al lenguaje de Telma. Para ella era normal usar palabras como "diablos" o "mierda" porque al ser una originaria de la ciudad de Perlas, la cortesía y el vocabulario eran menos formales y rigurosos; pero en la ciudad de diamantes nadie hablaba con esa clase de palabras. Podrias usar otro tipo de expresiones para expresar tu desagrado, pero siempre con propiedad.
Nunca me había preguntado cómo había sido la vida de Telma antes de llegar a la ciudad de diamantes. No hablábamos mucho, y cuándo lo hacíamos, siempre evitaba los temas de conversación demasiado personales.
Incluso bajo la penumbra pude ver en el espejo su reflejo, tan seria y fría. Me pregunté si siempre había sido así, aunque lo dudaba, la gente en la ciudad de perlas era conocida por su buen humor y felicidad. ¿Habrá sido como aquellas mujeres que vi abajo, con corsés y vestidos que apenas y cubrían sus intimidades? ¿Sus amigos se habrán parecido al sinvergüenza que quería propasarse hace unos minutos?
Un rubor se esparció por mi rostro al recordarme de él.
Nunca había estado en la ciudad de perlas, pero por lo que me habían contado, sabía que allá las personas eran más abiertas y coquetas, por eso las relaciones entre la gente de la ciudad de diamantes y la de la ciudad de perlas eran algo hostiles. Los de diamantes pensaban que eran vulgares y corrientes, y los de perlas pensaban que eran amargados y tristes.
Independientemente de cualquier cosa, estaba segura que en ninguna de las cuatro ciudades de Panagea, tocarle el muslo a alguien sin su consentimiento era como algo bien visto.
—¿Vas a decirme que pasó allá abajo y porque todo mi trabajo se fue a la basura o esperas a que te lea la mente?— Gruñó Telma detrás de mí cuando por fin logró liberarse del traje.
No quería decirle lo que había pasado. Estaba segura que lo único que lograría era que me regañara por mi mal comportamiento.
Un ciudadano de Panagea no actúa de impulso ante una provocación, siempre hay otra solución, debe de controlarse y meditar antes de hacer cualquier cosa.
Así decía uno de los articulos del libro de Cristales, uno de los que más nos hacía aprender la maestra Gates. Había perdido el control allá abajo al haberle lanzado el vino encima a alguien, no quería ni imaginar lo que diría Telma, o peor aún, Madame So, si llegaran a enterarse de eso.
Un sudor frío recorrió mi espalda al pensar en las consecuencias.
—Preferiría no decirlo.
Telma se limitó a suspirar y después me pasó una de mis ropas para dormir que estaba en el armario.
Me lo coloqué sobre mi cabeza y luego me acosté sobre mi cama. Extendí mi mano y tomé la cadenita de oro mi madre que guardaba en la mesa de noche y me puse a jugar con ella entre mis dedos.
Aún la guardaba. Aquella cadena de oro en forma de corazón se mantenía como nueva, resplandeciente y sin un solo defecto. Tenía un par de rubíes insertados y ninguno de ellos se había caído.
Mi madre me lo dio para mi cumpleaños número seis, el mismo año en que ella y papá murieron en el accidente de autos.
Ellos la habían fabricado en su laboratorio, dijeron que estaba hecha con materiales muy especiales y que tenía que cuidarla mucho.
No estaba segura de su valor monetario, pero para mí valía una fortuna. Era lo único que me quedaba de ellos, claro, a parte del dinero de la herencia. Cada vez que la sentía entre mis manos o me la ponía en el cuello, era como si pudiera transportarme en el tiempo y regresar a cuando todavía vivía con ellos en nuestro apartamento en la ciudad de plata. Solo los tres, riendo en la cocina mientras que preparábamos la cena.
Sentí la cama hundirse a mi lado. Telma estaba sentada de espaldas, cabizbaja y con las manos entrelazadas en su regazo.
—Escucha Celeste, no sé qué pudo haberte pasado allá abajo que hizo que regresaras tan temprano, pero me alegro que lo hicieras.
— ¿Qué quieres decir con eso? — Pregunte, confundida.
— Tenías razón cuándo me dijiste que está noche no era normal. No lo era.
Me incorporé de mi almohada y la miré con atención.
—Madame So no quería que te lo dijera, no quería que te pusieras a la defensiva y que no quieras salir, pero visto la situación me veo en la necesidad de contártelo.