Príncipe de metal

XII | La mujer que necesito.

Unos insistentes golpes en la puerta hicieron que mis ojos se abrieran de golpe. La noche anterior no había podido dormir muy bien, de nuevo. No tuve ningún problema al regresar a la mansión, el plan de Elisa marchó justo como lo había previsto, y cuando llegué a la puerta ella estaba esperándome escondida detrás de un matorral; sin embargo, una vez en mi habitación me fue prácticamente imposible conciliar el sueño.

Mi cabeza estaba llena de todos los problemas y enigmas que habían trastornado mi vida en tan poco tiempo, como mi futuro y casi inevitable matrimonio con Eastwood, el secreto oscuro de Elisa, los brazos sangrientos de Iker y mi pacto con un nada más que el jeque de la resistencia.

— Celeste, el señor Hook está esperándote para tomar el desayuno. — Gruñó Telma desde el otro lado de la puerta.

Por Dios. Había olvidado por completo ese tonto desayuno.

Con dolor en todo mi cuerpo logré levantarme y le dejé entrar. Telma parecía algo molesta por mi retraso, pero no dijo nada, se limitó a ir directo al closet y sacar un vestido rosado pálido y unos tacones que le hacían juego.

Me lo puse sin farfullar, aunque hubiese querido opinar sobre lo ceñido que me quedaba y lo incómodo que era usar esos zapatos.

Después de arreglar mi cabello y maquillarme un poco para ocultar en vanamente las ojeras, descendí al pie de las escaleras, en donde Eastwood esperaba con una media sonrisa.

No pude evitar sonrojarme.

Estaba vestido con una camisa celeste, casi pálida y con los botones del inicio, como siempre, desabrochados, pantalones de lona ajustados por el cinturón y unas botas negras. 

— Buenos días — Dije haciendo una pequeña inclinación forzada.

— Hola — Replicó él, relajado. — ¿Lista?

Observé con atención la canasta que traía en su mano. 

— Pensé que tomaríamos el desayuno en el balcón.

— Estoy algo cansado de los mayordomos y esa clase de formalidades, así que pedí que lo empacaran para que pudiéramos llevarlo a un lugar más privado — Me miró con suspicacia, como si esperara que dijera algo para contradecirlo. No lo hice. — O podemos comer en la terraza, como tu prefieras.

Alcé los hombros. Poco me importaba, en cualquiera de los dos casos tendría que aguantar su presencia y aunque estar en lugar más "más privado" con él no me hacía exactamente ni la menor gracia, estaba segura que Madame So buscaría de las suyas para escuchar todo lo que hablábamos si nos quedabamos en la terraza y la verdad es que eso me gustaba menos.

El chico asintió y ya una vez en el jardín me guió hasta un espacio cerca del pequeño lago artificial del jardín.

Lo ayudé a instalar la manta y él sacó las cosas que habían en la cesta. Panes, quesos, jamones y jaleas para acompañarlos; dos vasos y una garrafa de jugo de naranja, y también frutas como fresas y moras.

No sé cuánto tiempo estuvimos en silencio, comiendo e intentando ignorarnos mutuamente, pero era sofocante. Estaba harta y por más jugo que tomara no lograba tragar bien el pan.

— ¿Por que yo? — Pregunté súbitamente.

Eastwood alzó la mirada.

— ¿Disculpa?

— Digo, puedes elegir a la mujer que quieras, más guapa e inteligente, que incluso te aprecie más de lo que yo podré llegar a hacerlo algún día. ¿Por qué quieres que yo me case contigo?

Eastwood era sin duda uno de los hombres más atractivos que había visto, estaba segura que podía pedir la mano de casi cualquier mujer en toda Pangea y esta aceptaría sin dudar. Era increíble, que entre toda la espécimen femenina, eligiera a quien menos gracia le hacía.

No es que quisiera menospreciarme, pero tenía que ser realista, y los tipos como Eastwood Hook no se fijaban en mujeres como, huérfanas sin futuro que no soportaban los corsés por más de una hora.

Al ver que no decía nada, continué.

— Odio los bailes y usar estos tontos vestidos finos, odio vivir encerrada en mansiones lujosas y llenas de joyas, odio hablar y socializar con gente de la que no me podría importar menos su vida — Tomé aire, Eastwood me miraba con atención. — Y sobre todo, odio, odio con todo mi corazón, que me digan que es lo que tengo que hacer cada minuto del día. ¿Que te hace pensar que soy la mujer que quieres en tú vida? ¿Quien en su sano juicio querría vivir con alguien así?

Por fin, Eastwood pareció tomar consciencia de mis palabras. Le dio un sorbo a su vaso y luego lo dejó sobre la grama, aclarándose la garganta.

— Si tu objetivo era apartarme de tí, lo siento, pero has hecho todo lo contrario.

Entre abrí la boca como para decir algo, pero solo se escaparon un par de balbuceos.

— Tal vez crees que no eres la mujer que quiero, pero te equivocas; eres justamente la mujer que necesito.

Aquello me tomó por sorpresa.

— Esa noche, cuando te vi desde el otro lado de la sala, observé tu rostro y parecías estar tan...triste. — Admitió, recordando la noche en la que nos conocimos. — Eras la única persona que parecía ser miserable en un lugar en dónde todos se divertían y eso llamó mi atención. Las personas en Pangea logran fingir muy bien sus emociones, pero a ti parecía no importarte que los demás se dieran cuenta de tu tristeza. 

— ¿Me estás diciendo que lo que te gustó de mí fue mi expresión de ser miserable?

— Me gustó que no lo ocultaras como lo hace el resto.

Fruncí el ceño.

— Miserable o no, no puedes tomar una decisión así a la ligera. Ambos sabemos que soy la última persona con la que quisieras pasar el resto de tu vida, y vice versa.

— Celeste, eres sin duda la persona con la quiero pasar el resto de mi vida — Replicó, clavándome la mirada como si quisiera que esas palabras se quedaran tatuadas en mi cabeza.

— ¿Pero cómo puedes decir eso? Ni siquiera me conoces, no sabes nada de mí.

— Tienes razón, pero sé que quiero saber todo sobre ti. Me pareces fascinante.




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