Príncipe de metal

XIII | La profecía

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Dejé la carta sobre el tocador y respiré profundo. Parte de mí estaba tranquila ya que por fin había recibido respuesta de mi tío; pero la otra parte estaba inquieta, en especial por lo que decía su carta sobre la resistencia y los peligros que representaban.

En mis cartas anteriores le conté a mi tío sobre mi compromiso con Eastwood y también sobre mi plan de escape, aunque evidentemente, no le hablé sobre quién sería el conductor quien me llevaría hasta allí ni qué es lo que estaba haciendo para que este aceptara llevarme. No era tan tonta como para saber que su reacción sería completamente desaprobadora, así como que si llegara a enterarse, por más sangre que compartiéramos, él no dudaría en cumplir con su trabajo y entregarme a las autoridades.

La fidelidad de mi tío David, así como la de mis padres al reino, era casi envidiable. Ellos hubieran dado la vida por mantener a salvo a la corona, no hay duda de eso. Mis padres dedicaron sus estudios a investigar cristales y diamantes, aunque su objetivo era conseguir el más rico y atractivo de todos los metales jamás existidos: el oro.

Cuándo ciudad de oro quedó destruida, cientos de científicos intentaron buscar una fórmula que pudiera crear e igualar aquella pieza que había embrujado el corazón ambicioso de los ciudadanos en Pangea. Algunos lograron crear metales parecidos, pero nunca eran los suficientemente parecido ni brillante al original. Entonces, años después, mi madre logró hacer una mezcla exquisita que se parecía muchísimo al original, y aunque mi padre intentó solidificarlo para hacer quilates de oro, le fue imposible.

Toqué mi cadena en mi cuello. Ella había sido bañada en esa mezcla innovante que causó un revuelo enorme en Pangea, y la que lanzó mis padres al estrellato.

De cualquier forma intenté apartar la parte aterrorizada dentro de mí, y decidí respirar en paz por unos segundos, sabiendo que al menos, había alguien allá fuera en el que podía contar.

Los últimos días se habían dado casi igual. Por las mañana salía a pasear con Eastwood por los jardines o a dar vueltas a la ciudad en el auto, las tardes las dedicaba a leer libros sobre la historia Broncer y sus habitantes, y por las noches me escabullía con ayuda de Elisa para ir al gazebo abandonado y a ayudar a Kit a leer el manual.

Habíamos avanzado bastante en eso. El motor seguía sin funcionar, pero al menos ahora sabíamos cuál era el problema, y aunque ni Kit ni yo sabíamos mucho sobre motores, creo que lográbamos avanzar en nuestros conocimientos. Además, nuestra paciencia había crecido gracias al tiempo que estábamos obligados a pasar juntos, así que ya no actuábamos como si quisiéramos matarnos mutuamente..

— ¡Y una mierda! ¡Le dí tres vueltas, y mira nada más! — Gritó enfurecido el muchacho, intentando apagar el pequeño incendio que habíamos provocado al conectar dos cables.

Tiré una llave al suelo con fuerza. Estaba harta que me gritara y mandoneara.

— ¡Pues es eso lo que decía en este....manual!

Alzó una ceja sugestivamente.

— ¿Estúpido, jodido...? Vamos, dilo de una buena vez, sé que te mueres por gritarlo. De vez en cuando es bueno dejarlo ir.

Lo miré de mal modo. No caería en su juego de vulgaridades, estaba segura que le hubiera encantado verme perder los estribos; aunque he de admitir que ganas de gritarle un par de groserías en la cara no me faltaban, sobretodo ahora que ya conocía casi cada una de ellas gracias a su falta de recato.

Kit sabía cómo meterse en mis nervios. O tocarme los cojones, como bien diría él. Habían tantas cosas que no soportaba de él que me sería imposible enumerarlas todas, pero creo que la que más me fastidiaba era su necedad y arrogancia. Él siempre quería tener la razón en todo, y cuando se daba cuenta que quizás estuviera equivocado, se comportaba como un pedante de...

En fin. Estaba segura que ese sentimiento de aversión era mutuo, pues él parecía a puras penas soportarme. Decía que era una estirada, aburrida y que no sabría divertirme ni aunque mi vida dependiera de ello. Supongo que esas pequeñas diferencias se debían a que nuestra definición de diversión y aburrimiento eran muy diferentes. Por ejemplo, para él era hilarante perseguirme con un trapo cubierto de óxido por todo el parque, mientras que yo encontraba eso completamente asqueroso e infantil.

Sin embargo, parte de mí había aprendido a tolerarlo y creía que parte de él también había comenzado a aceptarme como era.

De cualquier forma, a veces nos tomábamos descansos en los que nos sentábamos en las gradas del gazebo, hombro con hombro, y nos quedábamos sin decir nada, solo observando el cielo cubierto de estrellas y escuchando los grillos y zancudos zumbar a nuestro alrededor.

En esos momento no podía evitar incomodarme por la cercanía y calor que emanaba su cuerpo. Era una sensación extraña que no había sentido jamás con alguien más.

Evidentemente, con los días tuvo que cambiarse sus ropas negras por la que Elisa le había empacado, aunque por supuesto, siempre usando los guantes de cuero. Las camisas de Iker eran de manga corta, de colores más vivos y no había duda en que le quedaban algo ajustadas, ya que los músculos de sus brazos se lucían mejor.

Odiaba hacerlo, pero en mis momentos de debilidad, en los que olvidaba por completo mi objetivo principal, me perdía en mis pensamientos intentando comparar a Kit con Eastwood. Ambos tenían una belleza interesante que no pasaba desapercibida ante mis ojos, o ante los ojos de cualquiera, a decir verdad.




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