Prohibido enamorarse de Adam Walker

CAPÍTULO 2 Uniformes

—Parece que alguien no durmió muy bien anoche —me dijo Rita en cuanto me vio entrar por la puerta de empleados en el restaurante.

El padre de Marie, mi tío, me había conseguido trabajo en una de las muchas cadenas de restaurantes de comida rápida que administraba por la ciudad. Había tenido muchísima suerte de encontrarme con Rita, una chica de mi edad, para acoplarme al lugar. Ella se había convertido en una buena amiga. También conocía mi situación como tapadera de Marie, y no estaba de acuerdo con lo que hacía —me lo recordaba siempre que podía—.

—Sí, el novio de Marie apareció justo cuando ella estaba besuqueándose con Adam en el sillón de la sala. —Bostecé—. Me tocó esconder a Walker en mi habitación. Créeme cuando te digo que fue la hazaña más grande que he hecho en mi vida: movilizar a un borracho hasta mi dormitorio. Después de eso, no pude dormir mucho. Estuve intentando callar a Adam desde que comenzó a cantar todo el repertorio musical de Selena Gómez. Rita hizo el intento de no reírse, pero fracasó miserablemente cuando la escuché lanzar una fuerte y nasal carcajada. La acompañé, riéndome también. Un tipo como Adam —todo un chico rudo, lleno de tatuajes y de dureza— no daba la impresión de escuchar esa clase de música, ni por cerca—. No tengo ni idea de cómo es que se las sabe —dije, ahogándome entre risas.

Estuvimos bromeando a costas de Adam por un rato más, hasta que Cliff, el puerco que mi tío había puesto como gerente, apareció detrás de nosotras. Usaba un enorme traje gris con una corbata roja a rayas que no le llegaba ni al ombligo. El tipo era más grueso que un tanque militar. Nos repasó con la mirada, intentando meter los ojos hasta por la más mínima rajadura de nuestros cuerpos. Él nos obligaba a usar denigrantes uniformes de trabajo, que apenas y llegaban a cubrirnos un tercio del muslo. Ese día vestíamos una versión —a mi parecer— de prostitutas marineras. Incluso, teníamos que ponernos un ridículo sombrero de tela para complementar el atuendo. No entendía por qué de marineras. ¡El restaurante era de hamburguesas! Ni siquiera servíamos hamburguesas de pescado. Pero el tipo se excusaba diciendo que le gustaba ser innovador y que esa era una forma de conseguirlo.

—Niñas, niñas, ya es hora de trabajar —anunció mientras no disimulaba al ver entre nuestras piernas. Se pasaba la mano por lo poco que le quedaba de cabello y se absorbía constantemente el sudor de la frente con una servilleta de papel, haciendo que le quedaran pequeñas tiras enrolladas por todo el rostro. Nos pasó y se dirigió hacia su diminuta oficina a hacer solo-Dios-sabe-qué-cosas, porque dudaba de que trabajara siquiera.

Caminamos con Rita hacia la cocina. Yo tomé mi turno detrás de la caja registradora y ella se ubicó en el área de autoservicio, como usualmente hacíamos cada día. Treinta y dos clientes después —y cientos de pensamientos de intentos por ser paciente—, apareció frente a mí alguien a quien jamás había imaginado ver en un sitio como ese. Él no era parte de la clientela.

—¡Eder! —dije en sorpresa. Él me regaló una pequeña sonrisa moderada. Eder era completamente lo opuesto a Adam: de cabello castaño claro, ojos azules y de una apariencia elegante y pulcra. Apostaba a que, si miraba sus uñas, las encontraría sin una sola partícula de suciedad. Le sonreí en respuesta. Él era, sin duda, demasiado atractivo para alguien como Marie. —¿Se te ofrece algo? —pregunté mientras lo veía observar atentamente el menú detrás de mí.

Negó con la cabeza.

—Quería hablar contigo, después de tu turno. ¿A qué hora puedo venir? —preguntó en su lugar.

Mi boca se abrió en sorpresa. Por lo general, no charlaba mucho con Eder. Él llegaba directo al dormitorio de Marie y, con suerte, lograba verlo a la mañana siguiente mientras nos topábamos en el baño y me daba un asentimiento de cabeza como único reconocimiento de mi existencia. Luego se iba con el rostro avergonzado y regresaba de nuevo por la noche.

—Salgo a las dos.

—Bien. Te veo entonces a esa hora.

Salió del restaurante, dejando una nube de delicioso olor a su paso. Lo perdí de vista una vez que atravesó las puertas.

—Te gusta Eder, ¿verdad? —dijo una voz ronca, bastante familiar.

Me giré hacia esa voz y allí, sentado en la mesa más cercana y comiendo un trozo de papa, estaba el mismo tormento que había conocido hacía cinco desgraciados meses.

Adam siempre usaba las camisetas pegadas. Creía que el bastardo sabía perfectamente cómo eso descolocaba a las mujeres. A todas. Incluso, a algunos hombres.

—No seas tonto —dije intentando limpiar un poco el contador de madera que Cliff había mandado a pedir directamente desde la India. ¿Por qué? No sabía—. Eder no es mi tipo.

—¿Y cuál es tu tipo? —preguntó y deslizó otra papa en su boca.

—Definitivamente, no tú.

Alzó las cejas en sorpresa.

—¿Yo no?

—Nop.

—¿No te gusto ni siquiera un poquito? —Cogió otra papa con sus largos dedos estilo pianista. Solo podía recordar esa mañana, cuando había invadido mi privacidad en la cama. No le había contado a Rita, pero la verdadera razón por la que había pasado despierta toda la noche fue porque no había podido controlar mi respiración estando cerca de Adam. Bueno, ¿quién en su sano juicio podía dormir sabiendo que estaba él en la cama? Absolutamente nadie. Sin querer, había visto el tatuaje que él tenía en la base de la espalda. Era alguna clase de escritura o una frase, pero no había podido descifrar qué decía, ya que la otra mitad estaba oculta debajo de su pantalón. Me había visto tentada a descubrirlo por mí misma—. Estás dudando —señaló después de cinco segundos, en los cuales no había dicho nada—. Eso significa que al menos me estás imaginando desnudo, ¿cierto?

—¡Tonto! —«Aunque estuvo cerca…».

—Tranquila, nena. Dejaré que obtengas un pedazo de mí, de forma gratuita.

Resoplé.




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