CAPÍTULO 5. PRESAGIOS
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Él era para ellos:
el presagio de la muerte,
las asechanzas del demonio,
el augurio de lo malo.
Todos,
sin haberlo visto antes le cruzaban calles.
Sabían su “historia”,
su “pasado”,
y su condena.
El perseguido - Tulio Guillermo Diuza Yory
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Henry observaba al hombre frente a él con expresión aburrida.
El Superintendente Webster era un hombre con aire imponente, de hombros anchos y espalda fornida, brazos musculosos y manos grandes con dedos gruesos pero estilizados, su rostro llevaba un rictus formal desde que lo conocía hace unos doce años, su nariz estaba hinchada por algún golpe que habría recibido hace poco y aún no podía disimular el disgusto que sentía por él. Henry lo veía en sus ojos, en la forma rígida en que le apretaba la mano cuando se encontraban y las frases cortas y concisas con las que intentaba generar y mantener una conversación. A él no le importaba, no visitaba el edificio de la BIP para ver a un hombre que claramente lo despreciaba, y que, además, olía a pescado mezclado con colonia barata y crema dental.
No. Henry venía a ver a otro hombre, uno que olía a lavanda y cenizas vivas, de lengua afilada y comportamiento volátil. Su sola presencia causaba que se sintiera vigorizado, que el entumecimiento de su condición hormiguera y su corazón latiera a un ritmo normal para un humano, en vez de a esa velocidad escalofriante que lo desesperaba a veces.
Hoy no era la excepción, a pesar de todo lo que había ocurrido unos días antes y de las jornadas ajetreadas organizando el desastre que Vera había dejado atrás al mismo tiempo que averiguaba qué era lo que realmente estaba sucediendo, podía sentir un ligero temblor en una de sus manos, cubierta por la otra y sobre su regazo. Era lo único en el exterior que mostraba lo impaciente e inquieto que estaba, esperando la entrada de aquel hombre que lo hacía sentir, de alguna forma, vivo.
Hubo un toque fuerte en la puerta y el Superintendente Webster suspiró irritado antes de levantarse, limpiando el polvo inexistente de su traje negro.
—Adelante.
El traqueteo de bisagras oxidadas llenó el lugar. Henry no se giró, pero no lo necesitaba, a su nariz llegó ese aroma que tanto le gustaba, e inspiró, sintiéndose como en casa, como si un gran peso se levantara de sus hombros y pudiera soltar ese suspiro de alivio que estaba atorado en su garganta desde que volvió a Prohibido Morder desde Gales y nadie sabía dónde estaba Vera.
—Inspector Gardfield, adelante —le indicó el Superintendente Webster con un gesto impaciente de su mano—. El señor St. George solicitó su presencia en la reunión.
Henry escuchó las pisadas de Louis junto con el latido estable de su corazón, él llegó a su lado y jaló una de las sillas, sentándose con un golpe sordo.
—¿Qué sucede? —preguntó Louis.
Henry se giró lo suficiente para observar su perfil delicado, notó que sus labios estaban apretados en una mueca y que una de sus muñecas agarraba el reposabrazos de la silla con la suficiente fuerza para que las venas del dorso se marcaran. Su posición era defensiva, como la de un gato acorralado por un perro y listo para sacar las garras y arrancar ojos. Henry escondió una sonrisa divertida.
—Buenas tardes, Inspector —dijo él, mirando con insistencia su perfil hasta que Louis se giró tieso como una muñeca y alzó una ceja, fulminándolo con los ojos.
Él se giró de nuevo hacia el Superintendente y repitió su pregunta anterior.
—Es el señor St. George quien presidirá esta reunión —respondió aun irritado Webster—. Si fuera tan amable de comunicarnos el asunto en vez de tenernos perdiendo el tiempo.
Henry sonrió de nuevo, pero esta vez no era un gesto agradable. Dos pueden jugar este juego, pensó él. —Vine a solicitar que se le permita asistir al Inspector a una velada preparada para recibir a la Comisión de South East —expuso Henry, aún sin mirar al Superintendente—. Estoy seguro que sabe por qué vienen y necesito de la experticia del Inspector, además de que será parte del comité de bienvenida como representante humano.
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Editado: 10.07.2019