Promesas bajo la luna

Capítulo 25

—Zahomy, ¿podemos hablar? —la voz de Amaris es suave, pero su mano en mi brazo tiene una urgencia que no puedo ignorar—. Me has evitado todo el fin de semana. Dijiste que hablaríamos hoy.

Levanto la mirada y nuestros ojos se encuentran. Los míos, cargados de tristeza que no he sabido esconder; los suyos, buscando una explicación. Bajo la vista, incapaz de sostener el peso del momento, y dejo que el silencio se asiente antes de hablar.

—¿Estás saliendo con Kai?

Su expresión cambia en un instante. Sus ojos se agrandan, como si mis palabras la hubieran golpeado, y aunque abre la boca para responder, el aire parece atragantarse antes de convertirse en una respuesta.

—Yo... sí, estoy saliendo con Kai —susurra, como si decirlo en voz alta hiciera que todo se rompiera un poco más.

—¿Qué? —una tercera voz interrumpe, aguda y cargada de sorpresa. Levanto la vista y veo a Celeste y Lía acercándose—. ¿Saliendo con Kai? ¿Desde cuándo? —pregunta Lía, con los ojos muy abiertos, llenos de confusión su confusión.

—¿Tú ya sabías, Zam?

Niego lentamente con la cabeza. Cada movimiento es pesado, como si un mar de emociones estuviera a punto de desbordarse dentro de mí. ¿Por qué duele tanto?

—Me enteré el sábado… y no fue por Amaris.

Amaris me mira entonces, pero no con la fuerza de antes. Ahora, sus ojos buscan cualquier rincón que no sea el mío. Parece diminuta, frágil, como si las palabras que aún no he dicho pudieran desmoronarla por completo.

—Lo siento… no debí salir con él… —dice en un hilo de voz.

—¿Eso es lo que piensas? —respondo, exhalando con frustración mientras paso una mano por mi cara—. ¿Crees que el problema es que estés saliendo con Kai? No, Amaris, creo que hablo por todas cuando digo que no nos importa con quién salgas, claro, siempre y no sea un maleante. Él es un buen chico. Pero... —hago una pausa, luchando por encontrar las palabras—. ¿Por qué no nos dijiste? ¿No confías en nosotras?

—No es eso...

—¿Entonces qué? —pregunta Lía, la voz quebrada—. Amaris, te amamos, pero esto duele. Tienes derecho a guardar tus secretos, lo entendemos... pero mentirnos, mirarnos a los ojos y fingir que todo estaba bien… eso no. Siempre estuvimos aquí para ti, apoyándote, consolándote cada vez que alguien te rompía el corazón.

—Él es diferente —dice Amaris, tan bajo que casi no la escucho.

—¿Diferente significa que tenías que ocultarlo de nosotras? —Celeste habla por fin, su voz apenas se escucha. Veo cómo una lágrima se desliza por su mejilla antes de que ella la borre con rapidez.

Sin decir más, Celeste se da la vuelta y comienza a caminar con prisa, seguida por Lía, que se va en silencio, sus pasos resonando en el suelo.

Me quedo ahí, de pie, mientras el frío de la tarde nos envuelve. Amaris está a mi lado, pero parece tan distante, tan inalcanzable. Miro su cabello rojo ondeando con la brisa, pero lo único que hace es evitar mi mirada, como si mirarme le doliera tanto como a mí me duele mirarla.

Es fin de semana, a pasado 1 semana, ya estamos por terminar el último ciclo, pero Amaris lo único que hace es evitarnos.

Estoy terminando mi tarea cuando el teléfono vibra en la mesa. Número desconocido. Frunzo el ceño, pero respondo.

—¿Quién es?

(—Zahomy, perdón por llamarte a esta hora, soy Kai.)

La mención de su nombre me tensa. Un nudo se forma en mi estómago.

—¿Kai? ¿Qué pasa?

(—Es Amaris... —mi cuerpo se pone rígido al escuchar su nombre—. Sé que están peleadas y es mi culpa, pero… Amaris está muy enferma. Sus padres están fuera, los mellizos con su abuela, y la última vez que supe de ella fue hace una hora. Tenía fiebre alta, dolor de cabeza… y ya no me contesta. Yo no puedo ir, estoy de viaje y el primer vuelo sale en 7 horas.)

—La encefalitis... —susurro, mi voz se quiebra. No pienso, solo cuelgo.

El teléfono resbala de mis manos y corro. Ni siquiera me pongo los zapatos. Envío una cruz y una alerta roja en el chat de las chicas.

Corro y corro, pero la distancia entre mi casa y la de Amaris parece interminable. Mi respiración se hace pesada, cada paso me desgasta más. Las chanclas que ni siquiera me detuve a ajustar casi se salen de mis pies, y tropiezo, pero no puedo detenerme.

De repente, un claxon. Giro la cabeza y veo el auto de Lía. Celeste está en el asiento del copiloto, ambas con el rostro grave. Me lanzo dentro del coche, apenas puedo hablar, y sin decir nada, Lía pisa el acelerador. El coche atraviesa las calles a una velocidad que apenas puedo procesar. Mi mente está con Amaris.

Al llegar a la casa, salgo del coche tan rápido que mis piernas casi me fallan. Mis manos tiemblan mientras lucho por meter la llave en la cerradura, el corazón me late desbocado, los dedos resbalan. Lía me aparta suavemente y, con la calma que no siento, abre la puerta.

—¡Amaris! —grito, pero no hay respuesta. Corro por la casa, mis ojos recorren cada rincón, pero todo está en silencio, demasiado en silencio. El pecho me duele, un peso horrible que amenaza con aplastarme. Celeste marca su número y entonces lo oímos: el sonido de su teléfono proviene del baño.

Nos lanzamos hacia la puerta. La abro de golpe, y ahí está.

Amaris.

En el suelo, inerte. El aire se me escapa de los pulmones. Mi cuerpo se congela, una breve imagen viene a mi mente, pero Lía y Celeste reaccionan. Nos agachamos a su lado, su piel arde bajo mis manos. Su respiración es superficial, pero está viva. Con movimientos torpes y desesperados, la levantamos entre las dos y la llevamos al auto.

—¡Rápido, Lía! —grito con la voz rota mientras la acomodamos en el asiento trasero. Lía no dice nada, solo acelera hacia el hospital.

En mis brazos, Amaris se mueve apenas. Sus ojos parpadean lentamente, como si estuviera luchando por mantenerse despierta.

—¿Qué... qué pasa? —pregunta con un susurro débil. Sus labios están pálidos.

La miro, y todo dentro de mí se derrumba. Paso una mano temblorosa por su cabello, tratando de ofrecerle una calma que no siento.




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