Prometo no amarte

Capítulo 9. Dumpf

 

 

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C A P Í T U L O  9

D U M P F

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A Estela le gustaban los viajes largos.

Amaba sumergirse en sus fantasías mientras observaba el paisaje por la ventana del transporte y en su corazón anidaba el sentimiento de ir camino a otra ciudad donde iniciaría su nueva vida. Una vida donde estudiaría en una universidad respetable y tendría un trabajo con el que podría permitirse un hogar ordenado y limpio, en el que reinarían el silencio y la tranquilidad.

Las emociones cálidas de Estela eran inversamente proporcionales a las de Adam, que estaba en el asiento a su lado, mientras el autobús se dirigía a un destino al que esperaba nunca llegar.

Los días anteriores, luego de recibir la advertencia de Leon, un sinfín de interrogantes habían poblado su mente exigiendo explicaciones que él no lograba hallar. ¿Cómo era posible que supiese sobre lo que había ocurrido ese día? ¿Qué planeaba hacer con esa información? Al menos podía descartar que las motivaciones de su hermano fuesen éticas: no le interesaba la vida de aquel hombre, solo quería torturarlo a él. Algo que se le daba de maravilla, y hasta cierto punto no estaría tan intranquilo sino fuese por la presencia de la tercera persona a su lado.

Miró a Estela, quien dibujaba una sonrisa pequeña con sus labios, y se perdía en las imágenes que avanzaban por la ventana. ¿Por qué Leon le había dicho que la llevara? ¿Qué planeaba hacer con ella? Fijó su vista en los dedos de sus manos, como si estos fuesen a darle las respuestas. Había contemplado la opción de esconderla, pero de inmediato la desechó: su hermano ya debía tener información de la chica que ni ella misma sabía, no la protegería fingiendo demencia.

―Esta es nuestra parada ―avisó Estela, emocionada.

Adam se permitió olvidarse de sus preocupaciones por un segundo. Era la primera vez que viajaba en transporte público y se había sentido como un niño siguiendo a su madre desde que se encontraron en la estación.

Siempre había gozado de chóferes a su disposición las veinticuatro horas del día, y cuando cumplió dieciséis su padre envió a un empleado que lo guío para que eligiese el carro que se le antojara. Estela lo convenció de que sería más divertido no ir en un automóvil cuando él la invitó, pero entonces se sintió avergonzado.

Solía criticar la frivolidad de aquellos con quienes convivía porque creía que él era distinto, pero cuando se vio sin saber siquiera dónde se pagaba un pasaje, la realidad le escupió que era igual a esas personas a las que tanto juzgaba.

―¡Es enorme! ―la exclamación de su compañera lo sacó de su autoacusación.

Él alzó la vista para encontrarse con el punto de reunión que le había indicado su hermano: el museo de Lorne. La razón por la que había elegido ese sitio era porque ese día sería la inauguración de un programa que se llevaría a cabo durante seis semanas, una de las exposiciones artísticas más multitudinarias de su época, con cientos de obras, en especial pinturas y esculturas, en exhibición. Todo ello motivado por la controversia, ya que el evento anunciaba como su misión la necesidad de que el arte volviera a encausarse por el camino del sacrificio, la técnica y el perfeccionismo, para dejar atrás la abstracción y el relativismo simbólico a los que se acusaba de degradar el mundo artístico.

Quien estaba detrás de tal magnitud y despliegue económico era el bueno de su padre, Andrew Black, quien odiaba el arte moderno casi tanto como amaba demostrar su poderío.

Con suerte, pensó Adam mientras se acercaban a la entrada del museo (repleta de visitantes y periodistas), Leon no asistiría. No sería extraño en él jugar con la expectativa angustiante y después decirle que ya no le interesaba el asunto, que hiciera lo que quisiera.

―¿P-podremos pasar? ―dudó Estela.

No avanzaron mucho antes de toparse con un muro de miles que rodeaban el edificio a la espera de una oportunidad para entrar. Semejante entusiasmo no se debía, por supuesto, a la exposición artística, sino a las ansías de codearse con los rostros famosos que estarían en la inauguración del evento.

―Si llegamos a una de las entradas… ―dijo Adam.

Estaría bien no alcanzar ninguna, pensó. Pero su acompañante, que desconocía el motivo real de su invitación, comenzó a luchar contra la marea de gente. Debía ser de las contadas personas que en verdad querían ver las obras de la exposición.

Estela no solía cruzarse con multitudes, así que se sintió extraña al forcejear contra la marea humana que la repelió varias veces hasta que la dejó ingresar. Una vez ahí, como si de una trampa se tratase, el grupo la absorbió y se encontró siendo aplastada por los cuerpos a su alrededor. Asustada, pensó en escapar para tomar una bocanada de aire, pero el brazo de Adam se anudó a su cintura y la atrajo hacia él.

―No te alejes.

Asintió, y entonces fue ella la que se comportó como una niña obedeciendo a su padre. Debido a su delgadez, Adam daba la impresión de ser un hombre frágil, pero no era así, lo entendió cuando lo vio apartar a cualquier figura que se entrometiera en su camino, además de ignorar los insultos que le profirieron. Imperturbable, no aminoró el paso mientras la guiaba por el mar de individuos que se tornó más calmo al acercarse a la entrada del museo, debido a una afluencia mayor de guardias y policías.

Estela permaneció abrazada sin darse cuenta, pues él no retiró el brazo alrededor de su cintura ni cuando presentó una identificación que logró que la seguridad del lugar se abriera de par en par para ellos. Fue hasta que se vieron frente a una de las entradas que levantó la vista y se encontró con el rostro del muchacho tan cerca que la obligó a retroceder.




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