Toda Buena historia inicia con un tarro de cerveza, toda gran historia inicia con una copa de vino, una excelente historia con un alcohol más fuerte. Pero las leyendas comienzan siempre con un vaso de leche. ¡Camarera, trae más copas a esta mesa, esta vez yo invito! A lo que iba: Ustedes llevan horas hablando de historias que han sucedido por todo el conteniente europeo, llevando Hispania, Atalia y Franmania en la delantera, pero se les está olvidando la que sucedió, aquí mismo, en este lugar, hace no muchos años.
Tras la derrota del General Peña en Ukrajina, muchos de sus hombres fueron prisioneros, recuerdo que yo me deshice del mi uniforme en medio de la confusión y la lluvia, me tiré al barro con tal de parecer un pordiosero envuelto en el campo de batalla, me quité mis ropas para quedar sólo con mi pantalón y un paliacate. No pensé que eso me salvaría.
¡BANG! ¡TAM!
Mis compañeros fueron asesinados, en cuanto veían que tenían uniforme azul, no lo dudaban, los mataban. Muy pocos sobrevivieron y gracias a quitarse el uniforme, sin embargo, los que fueron asesinados fueron los más afortunados. Luego fuimos hechos prisioneros y obligados a trabajar en minas o en fábricas para la construcción de nuevos barcos de guerra Ironclad, que como ustedes saben, son el pilar esencial que hace fuerte a Zerros.
¡CLINC! ¡SHUN! ¡CHAN!
Los obreros fueron esclavos de sus propias fábricas, los mineros eran subyugados a la oscuridad de las minas que constantemente se derrumbaban gracias a que eran campo de pruebas de armas, los campesinos debían entregar comida sin quedarse ni con un solo grano con el cuál alimentar a sus familias, los niños eran muñecos de prueba para los constantes abusos que les propinaban los soldados de Zerros. Inclusive yo mismo fui esclavizado de una de las fábricas en el área sureste de Ukrajina, en la que se dedicaba a crear a la infantería mecanizada.
Recuerdo que conocí a mucha gente que hacía su labor como podía, pero si al capataz no le gustaba algo de ellos: su aspecto, su cansancio o su olor, los mandaba a ejecutar. Creo que varios de ustedes recuerdan el hedor que desprendían los cuerpos de nuestros amigos que nadie se molestó en enterrarlos ni darles alguna despedida. En varias ocasiones le salvé la vida a algunos colegas porque los buscaban por haberse robado el pan de la bóveda, por ello pagué muy caro en una ocasión. Me interpuse entre un soldado y un obrero que había tirado varios metales tras haberse desmayado por el hambre, y uno de los robots que le acompañaba me atacó con sus cuchillas la cara haciendo una especie de equis. de ahí mi mítica cicatriz y mis dientes de oro.
La sangre salía a borbotones de nuestros cuerpos, los estómagos rugían por algo que nos habían quitado, la miseria humana no era la pobreza en sí, nuestros Derechos Humanos derogados a punta de cañón... lo que no podían quitarnos de la cabeza, era ese resentimiento hacia sus barcos, hacia sus risas estúpidas de hijos de puta tras burlarse del daño que le hacían a los indefensos, hacia su líder, Falacci y su perro faldero Samuel de Ángelo. Había que actuar, pero no teníamos armas, comida, ni motivación por el qué luchar si nos tenían con la boca llena con el cuero de una bota y nuestra bebida era nuestro propio flujo sanguíneo.
He de recordar incluso por qué los odiamos: nos quitaron algún familiar, lastimaron a un conocido, nos quitaron nuestro deseo de vivir y por qué vivir. Me acuerdo incluso de las historias que me contaron de qué extrañaban antes de la invasión: el sabor de las pizzas importadas de Atalia, los chocolates de nuestros hermanos, la comida de mamá, la suavidad de nuestros cuerpos con la cama, dormir sin pensar en qué momento del día de mañana nos matarán, en el zumbido de nuestros relojes al marcar la hora, la radio holográfica, los medios de entretenimiento, los amigos ahora muertos, nuestra familia desaparecida.
Camarera, muchas gracias, si quiere puede sentarse a escuchar mi relato, si lo desea, yo le invito algo, lo que usted quiera.
No pasaban los días en que quería que fuese una mala pesadilla, levantarme de la cama, saludar a papá y mamá, a mi mayordomo 451 y salir al pueblo a trabajar, salir de parranda y quizá explorar Franmania o el otro extremo del océano para vacacionar. Pero no era así, despertaba y veía el techo desgajado de la choza metálica en la que nos resguardaban, rodeados de los guardias mecánicos que abrían fuego a todo aquél que se escapaba, algunos se llegaron a suicidar en manos de esos robots con tal de dejar se seguir siendo esclavizados en nuestros propios trabajos que antes nos garantizaban la paga para continuar yendo para obtener más beneficios y creer que estábamos realizando algo por nuestra Nación, no sé, construyendo autos y no como ahora que estamos conscientes de que estábamos fabricando las balas y los misiles que matarán a nuestros hermanos que combatían a Zerros…
Pero como todo mal, es un solo día que se necesita para demostrar de qué estábamos hechos. Aún recuerdo el día... una compañera, en paz descanse, Luba, me consiguió un poco de leche de vaca que logró robar de una bóveda, ella sabía que me gustaba la leche de vaca, fue casi un regalo. A escondidas tomé un vaso y me bebí una parte y le dejé un poco a mi compañera. Salimos de nuevo a “trabajar” cuando Luba es atravesada por una de las balas de un guardia, matándola al acto.
-¡No tenías que hacer eso! –Grité mientras trataba en vano de levantarla, esperando que estuviese viva.- ¡No tenías por qué!
El hombre reía y seguía fumando desde su puesto en lo alto de una torre de vigilancia.
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Editado: 11.06.2020