Día 0
—¡Mamá! ¡Mamá, sácame de aquí! —golpeaba los barrotes de metal. Se había cansado de llorar, pero seguiría gritando para que lo dejaran ir. Extrañaba a sus padres, extrañaba que su madre lo arropara por las noches y le diera besitos en la mejilla; extrañaba su vida, sus juguetes, su mascota y la alegría de poder reír sin miedo a que alguien le pegara.
El lugar en el que estaba era una jaula de cuatro paredes y un techo de celda, piso de tierra y una delgada cobija en la que dormía sin importar que afuera hiciese un frío de muerte. Sujetaba un desgastado osito de felpa entre sus deditos que ya estaban sucios y tenían heridas.
—¿Cuándo veré a mi mamá? —preguntó viendo a la cámara de video que lo estaba filmando las veinticuatro horas.
Era un niño de tan solo seis años, y a pesar de eso, el hombre que era su captor jamás mostró la mínima de compasión humana ante él. Cruelmente lo llamaba el 193; un número más en una lista.
—Ya mañana vas a irte —respondió una voz gruesa.
El día prometido llegó. El hombre cargó de los hombros al pequeño niño para meterlo dentro de un contenedor grande de basura.
—¿Voy a ver a mi mamá? —le preguntó— ¿Puedo llevar a mi oso conmigo?
Pero la tapadera de plástico cayó, encerrándolo en su nueva prisión momentánea. El hombre le puso candado, lo subió a una camioneta negra y manejó durante algunas horas. Seguramente fuera de la ciudad.
En medio de la noche y bajo una luna menguante, se realizaba un gran intercambio: dinero a cambio de un niño al que nadie volvería a ver.
Día 1
Zizzo Urgel se había mudado hace unos días al vecindario conocido como El nido de las flores. Un lugar de bonitas y largas calles tapizadas con interminables jardineras repletas de diferentes flores de colores y de todas las especies. El hombre se sentía cómodo, pues aquello se trataba de un vecindario hogareño en un lugar provinciano, normal y con personas amables en todos los sentidos.
Su vecina, la más cercana, al verlo cargar las restantes cajas de la mudanza a su morada, le saludó presentándose como Marieta. Le contó un poco del lugar y cómo habían sido los últimos años.
El hombre, de un porte gallardo, le respondió con toda amabilidad, pero en su interior estaba deseando que aquella mujer se marchara y lo dejara solo.
—¿Nos hemos visto antes? No puedo evitar pensar que lo conozco —le preguntó Marieta.
Dos pequeñas gotas de sudor bajaron por la mejilla izquierda del hombre, dos más por su frente y finalmente sintió cómo otras miles más trazaban líneas en su pecho protegido por la camisa.
—No lo creo. Nunca antes había venido por estos lugares —Zizzo moría de agonía, de miedo y de nervios.
Cuando por fin la mujer retomó su camino, luego de una empalagosa despedida, Zizzo se refugió en la sala de su nueva adquisición, alejándose de todos sus temores. Sin embargo, tras cerrar la puerta y recargarse en la madera fría, recordó lo que esa mujer de su pasado le había gritado a la cara mientras se enfrentaba a él en los tribunales. «Nunca encontrarás paz, y a donde quiera que vayas, siempre alguien podrá reconocerte y sabrá la asquerosa condena que cargas encima…»
Al cerrar los ojos, Zizzo rogó porque el mundo sintiera piedad de ellos; criaturas infelices que viven en la sombra de lo que realmente desean y no pueden hacer. Zizzo levantó la cortina, miró hacia afuera y se limpió el sudor de su frente.
Después de todo, jamás podría escapar de lo que él más temía, y eso era él mismo.
Día 3
La mañana era fresca, la cálida entrada de un sol vespertino que les acariciaba la cara a los deportistas que salían a correr, a las amas de casa que sacaban las bolsas de basura y a los trabajadores mañaneros que se veían apurados para llegar a su destino de trabajo. Zizzo salía, llevaba en la mano una taza de café a medio tomar, una bata de dormir con olor a lavanda y unos cubrepiés amarillos de peluche.
—¡Buenos días, vecino! —lo saludó Marieta, y para su mala suerte, estaba caminando hacia él—. Hace una mañana encantadora, ¿no le parece?
Zizzo frunció los labios, claramente disgustado.
—Sí, muchas personas lo encuentran agradable.
—¿Por qué ese tono? ¿Usted no la siente perfecta?
—La lluvia de anoche lo único que hizo fue crear humedad, el sol que trajo este amanecer ha estado evaporizando las gotas de los pastos y calles y mis ojos no soportan la humedad ni mucho menos el vapor. Por lo tanto no, yo no lo encuentro agradable.
El hombre volvió a tocar el borde de la taza con sus labios. Mientras tanto la mujer, sin saber qué decir, se sintió ofendida. Estaba preparada para regresar algún comentario sarcástico o de mal gusto, pero entonces, en ese preciso momento, un pequeño cuerpo atravesó la calle y se hizo con toda la atención de quien pudiera verla.
Tenía el torso regordete, la piel blanca, su cabello castaño y maltratado estaba sujeto por una coleta alta y un listón rojo. Apareció brincando entre las rallas del pavimento, la falda del uniforme ondeaba a su alrededor, las calcetas de encaje las llevaba dobladas hasta el tobillo, los zapatos negros de charol relucían a la luz de la mañana y un indescifrable número de pecas contorneaban ese hermoso rostro infantil.
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Editado: 21.11.2024