Pyrotormenta

Capítulo II

Días grises arropaban la ciudad. Lutos y tormentas se llevaban los colores y las risas, los buenos olores y las buenas tardes. Y en una de ellas, mientras la luna y las estrellas rascaban el cielo; una última gran tormenta cubrió lo alto. El viento sopló con fuerza, azotando las precarias ventanas a su paso y aunque aún faltaba poco para el fin del invierno, la calle permaneció solitaria, casi como un paraje abandonado mucho tiempo atrás.

Gabriel quien siempre prefería la compañía, no tenía intenciones de quejarse por la lóbrega soledad en la ciudad. Entendía la proximidad de la primavera, pues esto era motivo más que suficiente para la ausencia de antorchas en las calles, ventanas abiertas y murmullos tras los portillos. Y justo por ello estaba allí. ¿Quien ayudaría a los desprotegidos? ¿A los desvalidos? ¿A quienes no tienen nada? En otros tiempos ya tendría a unos cuantos trás de sí, tiritando de frío y algunos de miedo; pero ya era muy tarde, y ni aun el primero había visto en su larga jornada.

—¡Por la madre, lo que faltaba! —murmuró en lo que las primeras gotas de un gran aguacero tintineaban en su armadura. Tomó la bandera roja que ondeaba a su izquierda, y enrollándola en torno a su cuello, se cubrió la nariz. Hacía frío. Demasiado como para estar vistiendo una cota de maya, pero sabía que debía llevarla, el cataclismo anual acechaba y no había forma de saber que traía consigo al llegar. 

—En una de estas se me escapará el alma. —agregó para sí, cuando el vapor en su respiración se hizo más espeso. Sentía con cada bocanada de aire, como el frío se abría espacio en su pecho sacándole el calor por la boca; pero no podía hacer más que observarle marchar.

El helaje era común en los últimos días de invierno, siempre inclemente y un tanto húmedo; pero aún con su larga edad, Gabriel no podía recordar uno tan frío como aquél, entumeciendole los dedos, secándole los ojos y quemando su nariz. «¿Que no hay nadie que necesite ayuda esta noche? —pensó mientras se frotaba las manos». 

Pronto, el distrito en que Natanael tenía su choza se abrió ante él en lo que las nubes de su aliento se disipaban con la brisa, y entonces, solo entonces, una triste imagen le respondió a sus cuestionamientos. «Tú sí que necesitas ayuda —pensó viendo el estado de su hermano». Una plataforma de madera, con ocho retablos como paredes. Techo de paja, piso de tierra y a la sombra de un gran risco rocoso. Esa era su casa. No era lugar para una leyenda viviente, no era lugar para nadie, aunque seguramente eso era justo lo que él sentía que era. Elena había sido por siglos su hogar, su mayor orgullo y fortaleza. La razón por la que la justicia se había convertido en su segundo nombre, y su existencia, en un apoyo al desamparado.

«Esos serán otros tiempos —pensó Gabriel recordando la desaparecida sonrisa de Natanael». Pero el tiempo todo lo desgasta, y asi como el espíritu del santo guerrero se diluía en la tristeza, en el suelo, el adoquinado desaparecía a medida que se acercaba a la precaria casa. 

El silencio en la calle magnificaba el chasquido del lodo bajo sus pies, y aún los perros que siempre anunciaron su llegada, parecían recriminarle a la noche el no esconderles lo suficiente. Gabriel sentía una extrañeza incómoda. Tétrica y confusa como si hubiera sumergido la cabeza en agua justo antes de respirar. Y cuando al fin tuvo enfrente la casa, el quebranto de una loza terminó con el silencio. Gabriel dirigió la vista al lugar del que provino el ruido, y al mirar en lo alto, una sombra negra se descubrió con un relámpago.

—¿Quién anda ahí? —preguntó a la oscura noche; más esta respondiendo, escurrió aquella sombra hasta dar con la calle. Gabriel le siguió como pudo. El barro le atrapaba los pies. —¡Alto! —gritó al verle alejarse. Pero era veloz. Tan veloz que parecía volar sobre el lodazal hasta la calzada—. ¡Alto, he dicho! —mas la sombra no se detuvo.

«¿Qué es... eso?» pensó confundido al no haber visto nunca una cosa igual. Le parecía estar viendo un trozo de tela negra tomando vida. No tenía más forma que la que le daba el viento y la lluvia, viéndose como si un tajo de niebla oscura, se cubriera con los despojos calcinados de un incendio. 

Pronto, la blanca calle del palacio se abrió ante ellos, y viendo Gabriel la dirección de la sombra, saltó sobre ella sin medir sus fuerzas. 

Tendida en el suelo y con uno de los legendarios caballeros encima, aquella espectral silueta permaneció inmóvil cómo un bulto inerte. —He dicho que te detengas —dijo— ¿Por qué huyes? Y lo que es más importante; ¿Por qué espiabas a mi hermano? 

Gabriel le tomó del manto, quería darle la vuelta, pero al girarlo para verle el rostro, un fuerte golpe bajo la tela se lo sacó de encima. Pudo correr, pero no lo hizo, pudo atacar, pero esperó. No respondió a preguntas y no pareció moverse siquiera para respirar. La lluvia le escurría por las telas, más el viento le ignoraba como si no estuviese ahí.

«¿Qué es esto? —pensó nuevamente, aún más confuso que la primera vez».

De pronto, un rayo impactó sobre uno de los árboles del lejano jardín real, y aquella sombra peculiar, aprovechó el revuelo para escabullirse a las tierras del palacio. Gabriel le siguió entre arbustos y árboles, con la esperanza siempre puesta en encontrar a uno de los capas azules haciendo guardia, pero tras un largo tramo en dirección a los muros del perímetro, no divisó a ninguno.

Al llegar a la empedrada muralla, subió las escaleras como creyó ver a la extraña presencia, y al alcanzar la cima, el borde de la misma contenía en su filo una silueta oscura. La noche era opaca, brumosa y fría, y por un instante, los relámpagos abandonaron los cielos para esconder en ella a aquel ser.

—¡No hay donde ir! —gritó el caballero, algo exasperado por las dudas. —Desde aquí no —respondió un hombre girándose— pero desde abajo hay todo un mundo —se rió reconociendo la voz.

—¿Lemnas? —Gabriel estaba perplejo al verlo— ¿Cómo es que… cómo es que estás aquí? ¿Cómo es que llevas el uniforme? 



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En el texto hay: traicion, batallas, amores

Editado: 21.09.2022

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