Pyrotormenta

Capítulo IV

La noche pasó presurosa sobre los ojos del pueblo, pero no para él. Para él estaban las orillas de aquella ventana, el precipitar de la lluvia y una cama polvorienta. Y allí se le encontró para su cita. Callado, ebrio y escuchando en el silencio, que ya no sonaban los cubiertos siendo acomodados para cenar. Que la panza ya no gruñía pidiendo alimento, y notando, que todo parecía detenerse en su vida mientras el tiempo se olvidaba del dolor de la ausencia…

Incluso las calles habían abandonado las disputas, y la calma se tragaba el recuerdo de Azrael huyendo desnudo.

«"Te atraparé pequeño bastardo." —retumbaba en la mente de Natanael, recordando a su amada Elena burlarse del descaro».

—¿Señor? —preguntó el guardía, viendo una silueta sentada de espalda junto a la vieja ventana—. Señor el Rey solicita su presencia.

—¿Y qué podría querer de mí? —espetó el caballero tras un incómodo silencio.

—No lo sé señor, yo solo he venido a informarle.

Natanael no quería apartarse de aquella ventana, no quería siquiera remover las nalgas de la quejumbrosa silla en que se sentaba; pero el presentarse ante su padre tal vez significaba esperanza. Una esperanza que ya no era visible, ni aún soñando despierto.

—Pues no hagamos esperar al viejo. —sentenció poniéndose de pie. No vistió su armadura, ni cargó con su espada. No se puso las botas, apuntaló sus guantes o enderezó su cinturón. Salió de la casa con los pies descalzos, un pantalón sucio y un camisón gris rumbo al palacio.

—Señor, disculpe. Le hace falta un poco de ropa.

—¿Eso importa? —dijo con voz átona. —Podría salir desnudo y un día no habrá nadie vivo para recordarlo. Que me falte algo de ropa no tiene nada de importancia.

El guardía no contrarió a su señor, guardó silencio junto al marco de la vieja puerta viendo con amarga sorpresa la decadencia de una leyenda. En la tierra de Sión, todos los niños alguna vez anhelaron conocer a los cuatro sagrados caballeros, sin embargo la realidad es cruda y a este jóven guardia le tocó la peor parte. Tenía que escoltar hasta el palacio cristalino a un vagabundo roñoso y los pobladores en las calles, no le ayudaban a terminar pronto. Se atravesaban y le escupían los pies, le miraban con odio y algunas mujeres más atrevidas, se sacaban los pechos jugueteando con ellos para provocarlo. Era el viudo más apetecido en la tierra y el hombre más envidiado. El único entre sus hermanos que se había hecho un hogar y una familia, aunque ahora se veía viviendo solo y en la mugre.

Mientras caminaban, Natanael se perdía en las ideas que consolidaban su culpa. No escuchaba a la muchedumbre y mucho menos plantaba ojo en las mujeres. Veía el revolotear de las aves sobre el gran arco blanco y dorado, envidiando entre otras cosas su fragilidad.

—Y este ¿Qué tiene que ver en este sitio? —preguntó el guardia de la puerta pensando ver un vagabundo. —Es el señor Natanael, le ha mandado a llamar el Rey. —declaró el escolta en total seriedad. El guardia palideció al escuchar la respuesta. Hubiera preferido faltar al trabajo esa mañana, pero ya había abierto la boca y las palabras en el viento no regresan. —Pasen por favor. —respondió entonces entre titubeos inciertos.

Estatuas, fuentes de agua y frescas flores de lavanda les guiaron hasta el muro inscrito, y en él, el gran portón el castillo.

—Hasta aquí voy yo, señor. Que tenga un buen día. —dijo el guardia, parado junto a las míticas puertas del gran salón. Puertas que siempre habían hecho sentir pequeño a Natanael con su imponente diseño, y que esta vez, le eran tan insignificantes como el retablo que resguardaba su casa. Pero no le importó. Extendió su brazo buscando las manijas del viejo portón. Estaban tan frías como siempre. Y al tirar de ellas, le parecieron livianas; mas no lo meditó. Sabía que era imposible, que era el mismo macizo madero de siempre, y trás abrir el umbral y poner los ojos en el lejano estrado; dos jóvenes de rodillas estorbaron su camino. 

—No te voy a ayudar con ese fiambre, si a eso me has llamado. —señaló en voz alta, al ver la sangre en los cubos de madera.

No has venido por su causa, Natan. —respondió el Rey, poniéndose en pie para saludarle. 

—Ah ¿No? 

—No, te he mandado a llamar Natan, solo porque no has venido por tu cuenta. —agregó el rey con un triste semblante. —Me avergüenzo de mi existencia en las mañanas —hizo una pausa llena de emociones— porque he ocultado mi rostro de tí —Extendió la mano intentando alcanzar la mejilla de Natanael, más este al verle, apartó la cara—, y ahora que presencio la tristeza en tu espíritu, no puedo hacer más que ofrecerte mi eterna misericordia —continuó—; porque sé que te fallé.

El caballero permaneció callado frente a su padre. Luchaba en silencio contra el deseo incontenible de refutar. No le interesaban las palabras o muestras de afecto que pudieran ofrecerle, menos aún cuando estas vinieran del todo poderoso creador. Después de todo, ¿No podría aquél que da la vida, devolverla si se ha perdido? ¿Dónde estaba aquella esperanza por la que había venido? ¿Era esto? ¿Esto era todo? Aquél rey, no parecía estar consciente de la realidad, o al menos, eso era lo que Natanael sentía. Solo le veía siendo un soberano. Pasando los días en un gran trono de mármol y oro en medio de un pueblo muriendo de hambre. 

—Cállate… —le confrontó— si la vergüenza te ha alcanzado es por justicia; pero ¿Misericordia? ¿En verdad me ofreces misericordia? ¿Con sangre en tus puertas? —Natanael sentía la indiferencia que el Rey mostraba ante la muerte.

—Solo intento tomar una prioridad…

—¿Prioridad? Se ha muerto alguien en tu sala, ¿Y te quieres sentar a hablar de la familia? —apuntó con la mano abierta hacia la puerta, mientras sostenía un rostro feroz— ¿Al menos le viste? ¿O le mandaste a recoger antes de entrar?

—¿Me crees así? —le miró con los ojos llenos de tristeza.

—¿Qué otra cosa eres acaso? —Natanael apretó el rostro en un sentimiento de asco— Porque no he visto nada más que tu vanidad merodeando lejos del alcance de quien te necesita. —el Rey tropezó y cayó de espalda sobre un escalón del trono— Afuera la gente nace y muere de vejez, sin siquiera saber si realmente existes… pero eres el gran padre de todo. —Natanael le miró tendido en el suelo. Pequeño, indefenso y deseoso por romper en llanto— Ha de ser difícil cargar con todo ese ego a diario; padre de multitudes.



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En el texto hay: traicion, batallas, amores

Editado: 21.09.2022

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