Al amanecer, poco después del canto de los primeros gallos, Gabriel acudió a la gran sala del palacio. Pensaba decepcionado en la silenciosa noche anterior, y en cómo su amado hermano no intentó siquiera negar su culpabilidad. Pero ¿Acaso lo era? ¿Podría inculparlo? Ciertamente debía hacerlo. Natanael era un guerrero formidable. Un héroe legendario y sobre todo, un peligro para toda la tierra si es que aquél crimen era suyo.
El lento y preocupado caminar le llevó hasta las ancestrales puertas del salón, y allí, todo el peso concentrado de sus pensamientos le impidió abrirlas con facilidad. ¿Qué debía hacer? ¿Qué diría? «La verdad—pensó». Un largo estandarte blanco con extremos azules le recibió al pasar el umbral. Aquella bandera llevaba allí los últimos cien años, y Gabriel, aún no se acostumbraba a verla. Le parecía innecesaria e insultante. El palacio cristalino era el epicentro del poder judicial, militar y religioso en la tierra, y no tenía porqué tener un estandarte que lo distinguiera.
—¡Dime que fuiste a verlo! —gritó conmocionado el Rey al verle. Había pasado una noche eterna pensando. Cavilando las dudas que le había sembrado la guardia.
—He ido. —respondió Gabriel, inclinándose en busca del escalón que llevaba al trono. Se sentía exhausto y nervioso. La sala se sentía enorme de repente desde aquel peldaño, incluso más grande que antes. Y las estatuas que por mucho tiempo le acompañaron en sus decisiones, esta vez parecían medirle, y hasta juzgarle mientras él intentaba encontrar la forma de decirle a su padre lo acontecido.
—Y… ¿Cómo está? —preguntó él.
—Ausente… —contestó el caballero—. Me espanta pensar que pueda tener algo que ver con lo sucedido ayer —miró a su padre con vergüenza—. Tiene resentimiento con la vida; incluso pareciera anhelar la muerte.
El Rey se levantó de aquél escalón de piedra. Le incomodaba su aparente serenidad; le hacía sentirse juzgado por la atenta mirada de las estatuas a su espalda. —¿En verdad crees que pudo haberlo hecho? —arguyó regresando la mirada a su hijo.
—No lo sé, está fuera de sí.
Un triste silencio se dibujó en el rostro del anciano. Le atragantaba las palabras entre los labios mudos, aunque bien parecía gritarlas en las lágrimas que colmaban de brillo sus ojos. —Le he pedido a Meltisetek que asista a la morgue —musitó impregnando en su mirada un atisbo esperanza— tal vez traiga buenas noticias.
El sol se movió sobre el cielo, mientras el lento tiempo de espera pasaba en la enorme sala, y entonces, cuando hubo alcanzado su punto más alto, el lejano crujido de la puerta resonó al abrirse, y trás ella, un guardia dió paso al lento y pesado caminar de Meltisetek.
—Joven Gabriel, un gusto verle —dijo con una sonrisa apenas visible.
—Soy más viejo que tú, mi amigo— se sonrió.
—Lo sé —remontó el anciano—, pero los años nos engañan a ambos —miró a su señor a los ojos y un nudo se tragó sus palabras.
—¿Qué encontraste, Mel?
El encorvado anciano bajó la mirada, ¿Cómo respondería? No podía soportar siquiera la idea de herir a su señor. Pero debía hablar, aunque la vergüenza le prohibiera mirarle al rostro.
—He ido como me lo has pedido, mi señor, y he hablado con el sepulturero, tal y como me has encomendado —apretó el bastón en su mano y deseó la muerte antes que tener que hablar más—. Pero lo que se me ha dicho y lo que he visto, no está bien.
—¿Y qué se ha dicho? —preguntó Gabriel con impaciencia.
—Las… las víctimas les fueron arrancadas sus extremidades aún estando con vida —miró a su señor con una mirada vacía—. No hubo cortes, fue a la fuerza, y no hace falta decir que eso es —hizo una pequeña pausa— imposible para cualquiera de nosotros.
El Rey se dió vuelta en lo que las lágrimas finalmente cruzaban sus mejillas. —Entiendo —puntuó con voz átona—. Bharl, busca a Landroval; dile que envíe un regimiento a casa de Natan, ya saben que deben hacer.
Gabriel apretó los ojos con profunda tristeza, mientras Bharl acataba la orden. Y entonces, con la frágil voz aún surcando el aire, el lejano metal del campanario resonó para la eternidad una vez más.
Un tenso nudo de miradas se intercambio en el silencio, casi preguntándose con el semblante incrédulo "qué era aquello".
—Es hora… —suspiró Gabriel mirando a su Rey con los ojos llenos de esperanza. Se levantó de aquel escalón en un sobre salto, ciñó su cinturón y enderezó su espada.
—¿Qué ocurre? —intervino el anciano— ¿Qué es ese sonido? —continuó, más un enérgico resoplido le dió respuesta: —¡Son campanas!
Bharl sacó las manos de los profundos bolsillos de su túnica. La duda le incomodaba y la imborrable felicidad en la mirada de sus acompañantes le apremiaba—. ¿Campanas? Es la primera vez que las escucho.
—Pero no es la primera vez que suenan. —intervino el Rey lleno de alegría—. Es el llamado a los héroes. Una ley tan vieja que casi olvido que estaba allí.
Gabriel besó en la frente a su padre y lanzándose por el balcón, cayó en la calle que llevaba al mercado. Atrás quedaba el palacio cristalino con cada paso marcado en la humedad de la tierra, pero allá, en la sala que conducía a aquél balcón; aún quedaba la incertidumbre de un Rey y el extraño interés de un anciano estricto.
—No-entiendo, señor. ¿A qué se refiere? —replicó el consejero, indiferente frente a la situación en la sala. —Cuenta la leyenda, que el gran campanario clama por aquellos que no tienen voz. Y que su sonido proclama a la tierra la libertad de los héroes. —Perdón señor, pero sigo sin entender. —musitó Bharl mirando hacía el balcón. —Al menos así se les cuenta a los niños. —continuó el Rey—. Pero en realidad, Bharl, significa que los cuatro caballeros del Rey, son libres de actuar por un bien mayor. Por un tiempo, no tendrán superiores, o leyes que los obliguen a mantener un comportamiento… son libres.
Bharl, quedó helado frente a la revelación del Rey. Creía haber conocido todas las extrañas tradiciones de la ciudad de Tristán, pero ciertamente, aquella era para él una tierra plagada de misterios. Llevaba veinte años al servicio de la corona, y cuarenta estudiando la historia de sus ancestros. No debió haber tenido una sorpresa como aquella, aunque podía perdonarse a sí mismo la ignorancia, ya que su fuerte no eran los cuentos infantiles.