—Vuelve aquí, idiota ¡Vas a pagar por lo que has hecho! —gritaba un hombre enfurecido mientras corría con tabla en mano.
—¡Ella dijo que no tenía padres! —respondió el jóven Azrael huyendo despavorido y desnudo por las empedradas calles de Tristán.
—¡Soy su esposo!
—Bueno, nunca llegamos a esa conversación.
—¡Aaarg!, te voy a voltear al revés…
El joven caballero dobló en una esquina, sabía que llevaba ventaja. Se agarró de la cornisa de un balcón continúo y entró a prisas a un segundo piso. No se percató de la calle en que corría, ni aún del lugar al que entraba. Permanecía en dirección a la ventana, esperando a aquel engañado hombre que le seguía para ajusticiarle.
«¡Por poco! —pensó al verle pasar y aunque aquél, no suponía un peligro para el legendario caballero, la simple idea de un enfrentamiento le acarrearía problemas.»
—¡Esa estuvo cerca! —se burló girándose aliviado, y al hacerlo, Martha, la hija del panadero esperaba angustiada junto a la puerta
Sorprendido, Azrael sonrió queriendo explicar la situación que atravesaba, pero al abrir la boca para saludar, el blanco camisón de dormir que cubría la desnudez de Martha, cayó al suelo.
—Bueno, si la vida te da limones… —murmuró con una sonrisa.
Tal pareció ser el día de suerte para el caballero, día que había estado esperando por mucho tiempo, y que al verle cercano, se alejaba para no llegar jamás.
Caminó hacia ella, mirando su belleza erótica. Al fin tendría algo más que un beso y un roce ligero; pero al intentar tomar el pecho izquierdo de Martha, una ligera palmada alejó su mano del preciado atributo.
Confundido, Azrael regresó la vista a los ojos de la joven mujer, y solo entonces una sonrisa suya le dió la aprobación. Pudieron haber partido la cama en dos, y hasta haber arrancado las cortinas y las puertas con el siseante movimiento; pero era la primera vez que tardaba tanto en concretar intimidad, y Azrael quería saber la razón.
El fuerte hedor del pan quemado advirtió al panadero la ausencia de su hija, y aunque lo tomó como la pereza diaria de su holgazana ayudante, esta vez trás su espera, no apareció. Preocupado, Jacobo subió la escalera en su búsqueda, y no llegó ni a la mitad del pasillo cuando escuchó el extraño gemido que cruzaba por la puerta de madera.
”Sí, así", "Muévete más rápido, así".
Un corrientazo de ira le subió por la espalda con el deseo infranqueable de tirar la puerta, pero la intriga que se dibujaba en su mente, le convenció de abrirla solo un poco. Eran tetas, y un culo enorme y redondo; ¿No podía solo ignorar que era su hija?
Abrió la puerta lentamente, el corazón le explotaría y allí, a unos cuantos metros la vió; moviendo las caderas como quien monta un caballo con prisa. Sus pechos rebotaban, se asomaban por delante de sus brazos, mientras veía desde el diagonal de la habitación, como su espalda brillaba de sudor.
Estaba hermosa, pero algo no estaba bien. Parecía entregarse a una masa sin forma, cubierta bajo los pliegues de una gruesa sabana. Jacobo, abrió con suavidad la puerta, pasó con lentitud adentro y entonces, encontró que su querida Martha se sentaba sobre la espalda de Azrael.
—¿Pero qué rayos están haciendo par de degenerados? —gritó disgustado— ¿Qué no pueden coger normal como cualquier persona?
Azrael se levantó a prisas, casi olvidando que Martha aún estaba en su espalda «¡No de nuevo!—pensó». Tomó la bota derecha y la cota platinada junto a la cama. Quería marcharse, pero parte de su armadura y su preciada alabarda estaban junto a la puerta.
—¡Estúpido, eso me dolió! —gritó Martha sobándose la cabeza junto a la cama.
—Ya verás lo que es dolor —le respondió Jacobo con asco— y tú —señaló a Azrael— más te vale que tengas con qué respaldar la decisión que tomaste— hizo una pausa para verle— no quisiera mancharme las manos por un pobre diablo —se inclinó para recoger la bota derecha y solo entonces comprendió de quién se trataba— ¿Tú? —dijo dejando en suspenso sus pensamientos.
Las hojas de mil arces se arremolinaron a su paso, y los cúmulos de nubes se estiraron como colmillos a la tierra, deseosos por atraparle también. Le traían del brazo, forcejeando a penas para parecer que no quería hacerlo, pero era él y nadie podría obligarle a nada.
—No me llenarás de nietos sin una bendición primero. —decía el hombre que le arrastraba.
De pronto, el gran estruendo del campanario resonó en lo alto de la catedral, y Azrael, supo que era hora de poner fin a su teatro. Se paró erguido sobre sus pies. Tan firme que aquel hombre no pudo moverlo un centímetro más.
—¡Señor, lamento mucho el incordio pero debo irme! —gritó alegremente, ciñéndose el cinturón—. ¡Saludeme a don Faendal de mi parte!
—¿Quién es Faendal? —indagó el hombre, a lo que el caballero sonriente respondía emprendiendo la huída:
—¡El sacerdote!
Aquel hombre quiso replicar, pero justo en ese momento, el fuerte crujido de la puerta advirtió la presencia de alguien más. Del otro lado, una reluciente calva adornada por las canas de los años se asomaba por el umbral. Vestido con un manto blanco algo manchado por el servicio, unas sandalias de esterilla y una cuerda de crin de caballo en la cintura.
—¿Ocurre algo? —dijo entrecerrando los ojos. Y aunque su mirada denotaba largas jornadas de lectura, en aquel momento y por un breve instante, la juventud de sus días le sonrió al ver marchar al caballero sonriente—. Ahhh, el jóven Azrael; ¿Cuando va a sentar cabeza? —reflexionó el viejo.
Un terrible escalofrío recorrió la espalda del preocupado padre de familia, «¿Cómo era posible?» pensó. Y sin más dilación, hizo al sacerdote la única pregunta a la que no deseaba conocer su respuesta.
—¿Le conoce, padre?
Extrañado, el sacerdote le miró incrédulo. ¿Cómo era posible que alguien no conociera al legendario caballero sonriente? Pero haciendo caso omiso a la ignorancia, le aclaró el proceder de su relación con Azrael.