Camino a la villa de Trimineth, los cadáveres parlantes de un millar de ancianos cantaban para él: "Ni vivo, ni muerto. Ni con nosotros, ni con ellos".
Natanael no lo veía extraño, sentía que al fin la locura le había alcanzado, pero el árbol, ese colosal árbol dorado, extendía sus raíces sobre el suelo como deseando abrazarlo todo. —¿Qué tan loco se debe estar para ver esto? —advirtió. Aquellos brotes serpenteaban en la arena, avanzando silenciosos y con prisa, mientras los gritos desenfrenados cantaban para él una ciega profecía.
De pronto, una sombra negra y fantasmal se vió a lo lejos con el galopar de calostro. Parecía una tela. Un despojo harapiento colgado a un lado del camino. «¿Podría ser? —pensó recordando aquella figura que vió la mañana de la masacre». Apretó las riendas y espoleó a su caballo para alcanzarla. El cielo pareció unas fauses, el viento arrastró las luciérnagas, y al tener a aquel espanto a tiro de piedra, calostro, el negro caballo que montaba, se detuvo de golpe.
—Mi señor, ¿No te he servido bien? —preguntó aterrado.
—¡Claro que sí! —respondió el caballero naturalmente.
—¿Entonces por qué continúas? ¿Qué no ves que voy a morir? —Natanael le miró con compasión. «¿Cómo podría hacerle eso? Tiene razón —pensó», y mientras lo hacía, a su derecha un caballo relinchaba entre la espesura. Aquel sonido llamó la atención del caballero, y cuando puso los ojos en su cobrizo pelaje, bajo el animal, Elena asomaba la cara con su duro miembro en la mano mientras le reclamaba: "Es tu culpa".
Un gran espanto le sacudió de la silla. Los grillos cantaban, los gallos aún dormían, y el sol distaba su salida más allá del marco aquella ventana. Era un sueño, uno entre tantos otros en que le vió intimar con aquel animal.
—Maldita suerte —murmuró pensando en lo mucho que buscaba evitar dormir, pues despierto, aquella ventana le distraía entre recuerdos de un pasado alegre; mas sus sueños, pintaban pesadillas en que la veía sufriendo, o siendo aquello que jamás hubiera deseado que ella fuera. Se levantó de su asiento y con ello le tronaron las rodillas y la espalda. Buscó aquella vieja mesita y en ella, un plato de agua para lavarse el rostro, estaba cansado. Las costillas le hicieron sombras en su pecho, y en su rostro, la falta de mejillas afilaban con el hambre su cuadrada imagen.
—Esta vez dijo que fué mi culpa… —murmuró de nuevo— ¿Mi culpa? —apoyó las manos en la mesa. —¿Por qué mi culpa? —continuó—. Te vieron partir, Elena, te abrieron las puertas de roble lunar, y hasta te dejaron apartar del muro… —estrelló el plato contra la pared— No… la culpa es suya porque cualquiera te pudo detener… y nadie lo hizo. —Cayó de rodillas, y lloró con las manos en el rostro. Estaba devastado por su suerte, por su interminable vida. Y entonces, cuando la desesperación le dió los buenos días como siempre, un pequeño recuerdo acarició su corazón con todo el calor de su amada esposa. Era de madrugada, el sol pintaba arreboles en los cielos, mientras una figura delgada en una larga toga, entregaba a los desamparados una flor y una pila de monedas. Era ella. Ella cuando aún no le conocía, cuando un burro y una carreta a medio quemar eran toda su riqueza.
Una quebrada mirada se dibujó en su rostro al bajar las manos, y sintiendo por primera vez en mucho tiempo el peso de su existencia, se preguntó: «¿Esto es lo que ella hubiera querido?». El silencio pareció marcharse, el aire se sintió limpiarse, y sin buscar una respuesta insulsa, una frase suya le respondió en recuerdos: "A veces, la mano no tiene el pan para llevar a la boca". Este era su legado. La enseñanza misma de que todos somos el milagro que otros esperan.
El ápice de una sonrisa entre cortó el camino de sus lágrimas. Se sintió alegre, tanto como para ponerse en pie con la fé renovada. Tal vez pasajera, y quizá frágil, pero al menos algo acariciaba su marchita alma. Se pertrechó la armadura. Le quedaba holgada, y algo de óxido le invadía, pero aún le quedaba y aquello no le importaba. Tomó su espadón carmesí, lo colgó a su espalda y abrió la puerta con una esperanzadora mirada al horizonte. Trimineth le esperaba, y no tropezaría con la opinión de sus hermanos sobre lo que era correcto.
—¿Va a algún lado, señor? —le cuestionó la guardia llegando a su casa.
Natanael les miró confundido y no pudo evitar preguntarse: ¿Qué hacían allí tan tarde?
—Tengo cosas por hacer —respondió finalmente abriéndose paso entre los hombres.
—¿Cosas como… asesinar a sangre fría?
El caballero se detuvo a escuchar lo que tenían que decir. Algo andaba mal, su visita no era oficial y él lo sabía; la guardia no hace interrogatorios a media noche.
—Se dice que es el asesino de la calle Vaymp —continuó el hombre—. Le llaman Vampiro, y hasta asustan a los niños con su presencia.
—¿Y ha venido aquí para sentir miedo? —dijo Natanael burlándose.
—No soy un niño, señor —hizo una pausa y se acercó al caballero—, No he venido por fábulas y rumores —Natanael se giró en su dirección y le sostuvo la mirada mientras el hombre caminaba— he venido por la verdad.
—¿Y qué verdad es la que espera?
El guardia se detuvo a un metro, miró el suelo y continúo. —Un campesino apareció muerto hace una semana. Al principio, pensé que se trataba de una muerte natural, pero al llevarlo a la morgue, el sepulturero encontró que había sido violado por un animal. —levantó las cejas como recordando algo increíble—, en un principio pensé que tal vez tenía una costumbre desviada —hizo una pausa—. Pero cambié de opinión cuando encontramos que la causa de la muerte, era la asfixia por el pene de un caballo que le obstruía la garganta.
—¿Y eso que tiene que ver conmigo? —indagó Natanael algo serio.
—Que según el reporte; ese hombre fue quien detalló la causa de la enfermedad de la señorita Elena —miró fijamente el rostro del caballero—. Fue un testigo.
Natanael le miró en silencio. El dolor parecía querer arrancarle la frágil felicidad que hace un instante había encontrado.