Auriel se levantó con las rodillas aún temblorosas. No comprendía si la traición de sus piernas era de terror o dolor, pero sabía que no podían quedarse así mucho tiempo, su vida dependía de ello. Y mientras el regordete caballero se quejaba de su suerte, alzó los ojos, y no muy lejos de su posición vió lo imposible. Natanael, colgaba errático del rostro de la criatura alada.
—¡Por las barbas del creador!¡Pero ¿Qué mierda de malabarista callejero te crees ahora?! ¿Estás buscando que te maten? ¡Ven aquí y te apunto una flecha en el culo, si es que tienes ganas de sentir dolor! —gritó Auriel, emocionado al ver tan épica escena. Pero aún con la palabrería del héroe, Natanael, no soltó su espada. Se aferró a esta como si fuere una extensión de su brazo, y sacando un puñal de cuarzo lunar, apuñaló la cara del mortal dragón hasta quebrar su hoja.
—¡Esa maldita cosa no va a caer con un cuchillo para mantequilla! Ven acá, no quiero tener que recogerte con pala como a la mierda... —agregó Auriel, en lo que su protuberante barriga gruñía de hambre.
El ambiente, supuraba un olor a carne cocinándose, un poco de cebada y algo de vinagre. Todos estos aromas emocionaban el apetito del regordete caballero, aunque él, tenía presente casi en todo momento, que aquél suave olor, no era otra cosa que las personas en el suelo.
El hambre arreciaba, pero su espíritu inquebrantable no le dejó tentar. Se paró con firmeza, extendió su brazo izquierdo y tensó la cuerda del arco hasta su oreja. El viento era fuerte y el humo en sus ojos agotador, pero sabía que debía ser preciso o Natanael lo pagaría. Y entonces, el arco chasqueó en el crepitante silencio.
«No me dejes en ridículo» —pensó mientras la flecha se alejaba. Esta, voló indetenible, silbante. Directa y letal, hasta el segundo ojo del lagarto volador, y allí se anidó. La bestia rugió con la suma de todo el dolor causado, y enloquecida, rasgó su cara en lo que pudo ser una torpe caricia.
Natanael, quién aún se aferraba a la empuñadura de su espada, veía como los campos se alejaban con cada desesperado aleteo del animal, y ya sin otra salida salvo el lanzarse a ellos, tomó el lateral de su espada y tirando fuertemente de este, desvío una vez más la cabeza del dragón en vuelo; esta vez rumbo al suelo.
Un gran crujido, semejante a un trueno; retumbó en el valle hasta más allá del pico de Meanluine en el norte y el bosque de Roble-gris al sur. La batalla parecía haber terminado. Y entonces, entre tulipanes aún coloridos y ascuas revoloteando como luciérnagas a la luz de la luna, Natanael se levantó triunfante. Puso el pie derecho sobre la cabeza de la derrotada bestia, tomó con prepotencia la negra empuñadura entre sus manos, y tirando de esta, despertó al dragón de su inconsciencia.
Auriel, quien se vió cubierto por el polvo del impacto, huyó como pudo y hasta donde le dieron los pies. Pero al tomar aliento y volver la vista, encontró a la aterradora bestia dando tumbos totalmente ciega. Coletazos, golpes con las garras y bocanadas de fuego intentaron protegerle en todas direcciones, pero Natanael, no le dejaría indemne eternamente. Y tomando el cuerpo de un caballo por sus patas, concatenó un millar de golpes hasta solo conservar en sus manos un pequeño hueso sangriento.
«Debí suponerlo» —pensó en lo que clavaba los ojos en Auriel. Él por su parte, sintió lo que pasaba por la mente de su hermano, y antes de reaccionar siquiera, Natanael le tomó del brazo y usándolo como un mazo indestructible, impartió con total locura un centenar más de garrotazos.
Ninguna súplica, sonido o charco de sangre le detuvo. No hasta ver la total quietud del imponente lagarto volador, y recuperar de su ojo izquierdo el espadón carmesí.
—Lamento tu dolor, Auriel. —dijo al terminar—. no pude hacer nada por ella, pero puedo ayudarlos a ellos —continuó frívolo, ausente y sin siquiera dedicarle la mirada. Auriel se asfixiaba a su lado. La sangre le manaba por la boca, los ojos, las orejas y cuello. Tenía el pecho triturado y parte de su intestino se asomaba grotescamente por su abdomen.
La ciudad pareció en calma, y aún las llamas se sintieron frías. Lo había logrado, la batalla había terminado y el precio a pagar era demasiado pequeño para siquiera meditarlo; pero aún con esto, la melancolía en su conciencia le gritaba. ¿Era justo? ¿Tan justo como necesario? Para aquel momento, todo parecía serlo.
—Lo peor del dolor en nuestra existencia, —continuó, hizo una pausa y miró al cielo —es que no se detiene. No guardamos la esperanza de que la muerte se lo lleve —se tumbó junto a su hermano, se entrelazó los dedos a la altura del abdomen y escuchó en silencio los desesperados jadeos—. Me odiarás. Casi tengo la certeza de que lo harás, de que cargaré como un peso a mi conciencia, el daño que te he hecho. Y entonces, solo entonces… las sonrisas de las madres venideras podrán consolarme —tragó saliva con dificultad—. Porque sé que un día, ellas te darán un futuro generoso; no por lo que hicimos aquí, porque no lo sabrán —cerró los ojos recordandola—, sino porque les dimos la oportunidad de soñar con un mañana mejor —una lágrima se derramó de su ojo derecho, y una risa de ironía escapó de su corazón—. Es lo que ella hubiera querido.