Quizás me quedé dormida por unos segundos, pero la sensación que hormigueaba en mi cuerpo era de, por lo menos, haber hibernado por varias semanas. No es que yo durmiera demasiado, por lo que esa sensación era algo anormal en mí; era tan inquieta que las noches eran infinitamente más largas que si lo comparábamos con cualquier persona promedio. Y si sacaba el tema en el instituto, los rostros de extrañeza estaban asegurados pues no hay nada en la vida que duerma más que un adolescente o un jubilado.
Y si dormitar no era lo mío, mi hermano Michael era el súmmum de la vigilia. No había madrugadas libres en las que, si no trabajaba, estaba correteando por en medio de las calles completamente vacías con su música a todo volumen. Le gustaba encontrarse ocupado la mayor parte del tiempo y aquella costumbre se volvió casi una obsesión cuando ocurrió lo de mamá.
La noche en que morí fue sencilla y normal, tanto que apenas podría distinguirse de la rutina de nuestra familia. Eso que siempre se muestra en las películas, que el día en el que uno se va ocurre un evento extraño, trágico o nunca visto, es completamente mentira. Toda esa parafernalia es para darle al ser humano un poco de medicina para ensanchar su ego, como si la muerte de una sola persona, que representa una parte ínfima de la vida en la Tierra, fuera relevante para este universo. La única cosa diferente es que estuve con ellos, pero ellos no lo sabían. Los acompañé en todo momento, pero siempre en silencio, observando detenidamente cada una de sus caras por si, en algún momento, no me dejaran quedarme más en este plano terrenal. Saber que estás muerto es fácil: nadie te mira, atraviesas todo con lo que te topas y te sientes tan ligera que parece que fueras a salir volando en cualquier momento.
Lo difícil, es cuando comienzas a pensar y te percatas de todo lo que te vas a perder irremediablemente. Las personas que jamás conocerás pero que ellos sí que lo harán gracias a las historietas que la familia cuente de ti, a los álbumes de fotos, los vídeos y demás cosas que se deja en la tierra. Todo se resume en un instante en el que la bombilla se enciende; quieres llorar, gritar y deshacerte en un doloroso aullido, pero nada más puedes hacer que contemplar como el tiempo desaparece de tu vida, como esa constante ya no forma parte del reloj de tu cuerpo.
Y por supuesto, aparece él.
Un adolescente como yo con la piel casi traslúcida y unas enormes alas que podrían impedir el paso a través de cualquier puerta si éstas no fueran capaces de reclinarse. Su pelo llegaba hasta casi los tobillos, pero estaba recogido en sendas trenzas atadas con una goma y cascabeles. Cuando los escuchabas, es que la muerte había venido a por ti y no había escape posible. Me prometió darme tiempo en el mundo terrenal, pero, durante algunas horas, debía volver al inframundo.
Allí estaba él cuando me desperté de esa negrura. Recuerdo abrir los ojos en la tienda que trabajaba mi padre, pero ni él ni Michael estaban por allí. En cambio, ese chico de aspecto rocambolesco y que emanaba un aura helada, estaba al otro lado del mostrador como un cliente, esperando a que le atendiera. Sus alas habían sido ocultadas quedando fuera de mi vista, sino hubiera llamado a la policía sin pensarlo. La conversación fue extraña, como todas las que hemos tenido desde entonces.
—¿Qué desea?
—Vengo a recoger tu alma. Es hora.
Me carcajeé en su cara de porcelana. Era desternillante y por un momento pensé que estábamos en Halloween, pero aún quedaba bastante para eso. Estábamos cerca de las vacaciones de verano, en concreto, a mediados de mayo, así que el calor comenzaba a hacerse visible. Aquella burla pareció no ofenderle ni lo más mínimo, quedándose en el mismo lugar sin intenciones de marcharse por la puerta. Decidí que era hora de patearle el culo.
—Mira, si no se marcha de aquí antes de que cuente tres, llamaré a la policía. Si solo vino a fastidiar, ya puede largarse.
—Humana insignificante, tengo una misión y tú no vas a chafármela.
—¿Misión?¡Por tu maldita edad tu única misión es la misma que la mía!¡Aprobar los finales para tener unas vacaciones decentes sin morir en el intento!
Seguí contando, pero al llegar al tres, le amenacé de nuevo para intentar amedrentarlo. Si no pestañeara o hablara, pensaría que era una figura de cera. Casi parecía divertirse.
—Listo, se te acabó tu tiempo, ¡Voy a llamar a la policía!
—Estoy deseando verte intentándolo—dijo con una media sonrisa siniestra. Aquello me dejó helada mientras rebuscaba mi teléfono en el bolsillo de la chaqueta, pero no lograba encontrarlo. El sujeto ladeó la cabeza esperando una respuesta, y yo le gruñí de forma amenazadora para que no me tomara a la ligera. De su bolsillo sacó mi teléfono.
—Ahora puedes llamar.
—¡Puto loco! ¿Cómo demonios tienes mi teléfono?
Pero al intentar tomarlo de sus manos, éste cayó al suelo rompiéndose su pantalla al instante. Estaba completamente segura de haberlo cogido bien.
Me agaché e hice el segundo intento, pero mis manos atravesaban el dispositivo como si estuviera hecha de aire. Si hubiera tenido mi corazón en funcionamiento, hubiera sentido un vuelco horrible. En su defecto, sentí un vértigo extraño.
El chico comenzó a hablarme como un abogado leyéndome mis derechos. Era demasiado extraño como para aparentar tener mi edad aproximadamente, de hecho, hablaba más como un viejo que como un adolescente. Su amargor no era el típico de cuando te encuentras en esa edad conflictiva en la que las hormonas son las grandes protagonistas junto con las malas decisiones, sino de una persona que había vivido el tiempo suficiente como para desencantarse de absolutamente todo.
—Señorita Karma, quedas condenada a pasar tu eternidad en el inframundo por una serie de crímenes que cometiste en vida. Por misericordia, te damos durante un periodo de tres meses, la posibilidad de estar en el mundo terrenal para despedirte de los tuyos. En cuanto concluya ese tiempo, deberás de recibir una penitencia sin posibilidad de ser revocada.
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Editado: 28.11.2022