Otra mañana de Navidad en la que los recuerdos me hacen sentir el más miserable de todos. Me levanté sin haber logrado dormir ni siquiera un par de minutos. Mi madre, como cada noche buena desde hace cinco años, había insistido para que me presentara en la cena que era tradición familiar y como siempre, me negué. Me gané otra de sus interminables quejas, pero la soporté porque de alguna manera, sabía que me las merecía.
Así que aquí estoy, frente a la ventana de mi habitación, viendo a la nada, escuchando a la gente que comienza a llenar las calles con sus niños felices, disfrutando de un día que debería ser feliz para todos, pero que para mí, simplemente era el recuerdo del peor de todos en mi vida. Me pesaba, porque mi mente me obligaba a revivir el dolor, la ausencia, la necesidad de ella y de unir nuestras vidas. Volví a la cama y cerré los ojos; intentaba dormir un poco, pero sólo lograba ver de nuevo, como en la repetición de una película, todo lo que hace cinco años causó esta sensación de pérdida en mí.
Llevaba casi un año viviendo la mejor experiencia amorosa en mi vida. La había conocido en la fiesta de cumpleaños de un amigo. Ella era la mejor amiga de su novia y había venido a la ciudad para iniciar su pasantía en la empresa donde ellos trabajaban. Desde el primer momento en que la vi quise conocerla, cuando escuché su voz sentí que mi pecho se llenaba de algo que en el momento no logré definir; luego entendí que ese algo, era muy parecido al amor.
—Me han hablado mucho de ti. Es un placer conocerte. Soy Anais —extendí mi mano para tomar la suya, pero ella se acercó y besó mi mejilla.
—El placer es todo mío, soy Arturo. Lamento decir que aquí, mi buen amigo Enzo, no me ha dicho antes nada sobre una mujer tan linda llamada Anais.
—Gracias —respondió ella con una sonrisa.
—Si te hubiese hablado de ella, Thamara me habría arrancado las pelotas y como las amo, quiero conservarlas —comprendí que la amenaza se debía a mi manía de ir de novia en novia, o como quiera que ellas se hicieran llamar; para mí no eran más que otra que sumaba a la lista que mi amigo llevaba para molestarme, yo prefería no contarlas, mucho menos recordarlas.
—Así es, Arturo. No queremos tener ningún problema entre tan bonito amor y menos entre tan preciada amistad contigo —Thamara se acercó para hablarme al oído de manera irónica.
Gravé en mi memoria su risa contagiosa, burlándose de lo que habían dicho mis amigos. La invité a bailar para iniciar una conversación que me permitiera conocerla. El resto de la noche prácticamente la acaparé para mí solo; pude darme cuenta que ella era distinta a cualquier mujer que estuviese en la lista que Enzo llevaba por mí.
La invité a cenar la noche siguiente y la siguiente y la siguiente, hasta que nos vimos enredados en una relación que, a mi modo de ver la vida, me había hecho mucho bien. Soñé con formar una familia con ella; yo, que nunca creí poder pensar en algo como casarme, tener hijos, llevarlos de la mano al colegio y todas esas cosas que antes pudieron parecerme cursi y tontas; llegué a creerlo y le propuse matrimonio cuando teníamos tres meses viviendo nuestra “loca aventura”, como la llamaba ella.
Enzo y Thamara al principio se mostraban preocupados de que pudiera hacerle daño a su amiga; sin embargo, se habían relajado cuando les dije que mi intención era hacer de ella mi esposa. Lo creyeron del todo cuando, en medio de un restaurante en el que cenábamos los cuatro, hinqué mi rodilla y le pedí que aceptara ser mi esposa, ella lloró de felicidad. Escucharla gritar “¡Sí, acepto ser tu esposa!”, me hizo sentir el más afortunado de todos y pensé, que a pesar de haber sido un malnacido con otras, el destino estaba dándome una oportunidad al poner a la mejor mujer de todas en mi camino.
Mi familia no la conocía en persona, pero esa noche, en el momento que pedía su mano, algún estúpido tuvo la genial idea de tomar una fotografía y venderla a una revista de cotilleos. Tres días después, mi madre se enteró, enfureciendo porque no supo semejante noticia de mi boca, sino que se enteró de la peor manera. Según ella, si la estaba dejando a ella y al resto de la familia fuera de todo, significaba que ella no era la mujer que me merecía.
Constantemente repitió en los meses que siguieron “que esa muchachita”, como solía llamarle, lo único que buscaba era hacerse con mi fortuna. Quise presentarla en una cena familiar que se fue al caño cuando mi padre le dijo frente a todos que si lo que buscaba era dinero, él podría hacer un cheque en el que ella podría colocar la cantidad.
—¿Qué se ha creído usted? ¿Que yo voy por ahí vendiéndome al mejor postor? Escuche bien lo que diré, porque no voy a repetirlo; su dinero puede tomarlo y meterlo en su pequeño agujero escondido en el pantalón. Yo tengo suficiente para ambos, por si no lo sabía. El suyo no me hace falta —su manera de hablarle a mi padre dejó en silencio total al resto de los presentes. Anais se levantó de la mesa y salió de la casa.
Corrí tras ella, pero no quiso escucharme. Subí al auto y le di alcance. Me costó mucho lograr que entrara y volviera a mi casa. Al día siguiente tuve una conversación con mi padre, donde obvié la información sobre quién era ella. Se lo había prometido, pues ella no quería ser aceptada por quienes eran sus padres, sino porque de verdad aceptaban y apreciaban a la mujer con la que su hijo formaría una familia.