Caminé por el pasillo hasta la calle, me detuve a ver a ambos lados bajando la boina para que pudiera cubrir mejor mí rostro y, sujetando mi bolso con fuerza, salí a las calles adoquinada de un Londres dormido.
Hacía menos frío de lo que entraba por la ventana de mí habitación, el viento era menos y el olor por lo caballos aún estaba presenté en el aire.
Me estremecí sujetando el saco del traje con más fuerza y caminé lejos de mí casa tan rápido como aquellos zapatos enormes me lo dejaban. Había niebla, apenas una fina capa blanca y suave que dificultaba mí visión unos tres metros adelante, pero de todas formas no me detuve.
En la calles yo era un empleado más, alguien que había cumplido su horario de servicio y ahora volvía a su casa caminando por qué no disponía de transporte privado.
Me latía el corazón con tanta fuerza que apenas logré respirar con normalidad cuando cruce el arco a la avenida principal. Me dolía el pecho, me faltaba el aire y sentía los músculos fríos y tensos, incapaces de dar pasos lentos y tranquilos.
Exhalé una nube de vapor blanca y saque el cuaderno de escritura dónde el sello del profesor, redondo y con su escudo familiar, mostraba su dirección y su firma encima. Me acerqué a un faro encendido, leí la dirección tan rápido como pude hasta memorizarlo y guarde el cuaderno.
No tenía idea de cuando padre enviaría a su ayudante, ni siquiera estaba segura de que no haya ido ya, pero si tenía una más mínima posibilidad la usaría. Tenía que encontrar a padre.
Cerré el cuaderno, lo guarde y comencé a caminar tan rápido como podía. No había muchas calles hasta la casa del profesor pero el frío no evitaba sienta las piernas cansadas, pesadas y tiesas, como si se resintieran a seguir. Así que me detenía unos segundos, lo suficiente para respirar controlándome y retomar el camino.
Me ardían los pulmones y la garganta, sentía la boca seca y los labios cuarteados, los ojos se me secaban con cada parpadeo y la nariz apenas era un cubo de hielo frente a mí. Fue mala idea salir solo con ese traje, debía haberme puesto más ropa, abrigos, una capa. Algo que abrigara más que esa camisa insulsa, pero era tarde para volver, ya estaba a más de la mitad del camino.
Seguí cerca del sendero de la calle, si alguien aparecía podría decir que me perdí o fingir ser un hombre ebrio, sujetaba mí bolso colgando del hombro contra mi muslo y miraba a todos lados en busca de un monstruo con rostro desfigurado y aterrador.
Tragué saliva estremeciéndome por el frío y me abracé. Quizás fue mala idea, faltaban pocas calles pero mis dedos apenas se sentían y los pies me dolían como si agujas de coser se clavasen en mis talones.
¿Cómo haría para volver?. La sola idea de tener que descubrirme y volver a mí casa cabizbaja me parecía una buena y humillante idea. Mis hermanos me regañarían, padre se enojaría y permanecería encerrada más tiempo del propuesto, pero por lo menos mi cuerpo dejaría de sufrir.
Cómo la siguiente calle iba en bajada fue fácil avanzar, camine con tranquilidad y constancia respirando por la nariz y luego por la boca para compensar el frío. Me sujetaba las mangas con ambas manos para poder cubrirme del viento y sentía como mis rodillas temblaban.
Llegado al final me detuve, sentía de repente que alguien estaba espiándome y la idea de que el verdadero asesino aún ronde por las calles me aterraba.
Mire alrededor buscando excusas para correr despavorida, contuve la respiración para oír mejor y termine por continuar cuando nada más que ladridos y densa niebla acompañaron mí noche.
No comprendía cómo había gente que salía a esas horas a divertirse, la necesidad económica era grande, lo sabía, pero nada justificaba una neumonía o la misma muerte.
Cuando llegué a la casa me detuve en la esquina, sabía dónde vivía por la vez que padre me llevo porque estaban fumigando la casa.
Las ventanas estaban encendidas y cerradas, la pequeña chimenea liberaba humo negro contra el cielo oscuro y sentí la tentación de tocar la puerta para pedir un abrigo cuando vi al profesor asomar la cabeza por detrás de las cortinas.
Me acerqué con sigilo y lo observé. Estaba buscando algo, sus ojos iban por toda la calle como si esperase una visita poco placentera a tales horas.
Eso era bueno, padre aún no había llegado.
Me detuve junto a un buzón, lejos de su vista, y exhale decidida a quedarme hasta que padre aparezca a pedir mis avances en la clase. No era propio de él ignorar las tareas, ni siquiera para alguien de mi género que poco importaba si aprendía a leer y escribir bien.
Sujete el cuaderno con fuerza y sentí las páginas raspar mis dedos. No había manera de que padre tenga que ver con los asesinatos, quizás su fuga solo era un malentendido y en realidad estaba haciendo negocios en algún lugar.
¿Pero por qué no nos avisó?.
Oí pasos a mis espaldas y casi grito al oír una voz conocida cerca de mi oído.
—Buenas noches, señorita Cassian—me volteé con el corazón acelerado y calor invadiendo por ser descubierta invadiendo mí rostro.
El oficial Julián Clive estaba parado frente a mí con una sonrisa extrañas y las manos detrás, inocente pero travieso, mirándome como si acabará de descubrir algún secreto.
—Santo dios—exclame con una mano en el pecho, aliviada de que no fuera uno de mis hermanos—, casi me mata del susto.
—Lo lamento.
—No es cierto—bufé al no ver su sinceridad—¿Qué hace aquí?¿Me está siguiendo? Porque ya mismo le digo que no asesine a nadie de camino a la casa de mí profesor de lectura.
—¿Tienes un profesor de lectura?—preguntó confundido antes de captar mí irritación y suspirar—Creí que podría necesitar ayuda como aquel día en la santería.
—Las casualidades no se repiten, oficina Clive—Lo señale con mí dedo índice acusador—, usted creyó en mis apariencias y sospechó que uno de mis hermanos salgan a altas horas solas.