«Cada vez que Maggie está cerca, el orden en mi mente se convierte en caos, y no sé cómo arreglarlo».
Basilea, Suiza
Samuel
No entiendo qué está pasando. Todo estaba en orden, exactamente como debía ser, antes de que ella apareciera. Mi rutina era clara, predecible. Cada día se desenvolvía como una pieza de relojería: trabajo, comida, ejercicio, silencio. Nadie entraba en mi espacio sin que yo lo permitiera, y nunca hubo necesidad de ajustarme a la presencia de nadie. Era una tranquilidad que me daba seguridad.
Pero ahora… Maggie está allí. Y, sin que lo quiera admitir, todo ha cambiado.
Me muevo por la cocina, recogiendo los platos, limpiando los restos del postre que trajo. Delicioso, sí. ¿Se lo dije? Creo que sí, pero no lo suficiente. Ella lo esperaba. Lo vi en sus ojos, en la forma en que se iluminaron cuando probé la primera cucharada. Quiere algo más de mí, algo que no sé cómo darle. Agradecimiento, tal vez. Palabras dulces. No soy bueno con eso. Nunca lo he sido. A los cuarenta, ya debería haber aprendido, pero no lo hice. Siempre evité esas interacciones, esas expectativas. Con Maggie, eso es imposible.
No sé cómo pasó. Un día estaba aquí, en silencio, solo. Luego ella chocó conmigo, y desde entonces, es como si hubiera roto el equilibrio. Viene, trae postres, sonríe, habla de cosas que no entiendo del todo, y me siento obligado a corresponder. A veces lo hago, pero siempre me deja esta sensación extraña, incómoda. Como si me empujara a ser algo que no soy. Algo que no soy capaz de cambiar.
Recuerdo cuando que me ofrecí quedarme después de llevarla al hospital. No lo pidió, fue lo que sentí. La incomodidad, el calor en el pecho, la confusión en mi cabeza. Todo me decía que debía mantenerla a distancia, que su cercanía era peligrosa. No de manera física, claro, sino… emocional. Me cuesta hasta pensar esa palabra. Pero la verdad es que no sé cómo lidiar con ella. Cada vez que me acerco, algo dentro de mí se contrae, y lo único que puedo hacer es retroceder.
Maggie me pide algo que no sé si puedo dar. No lo dice con palabras, pero lo veo. Y eso me confunde más. No hay manual para esto, no hay instrucciones que seguir. Si las hubiera, tal vez podría entenderlo mejor. Tal vez podría darle lo que necesita. Pero no puedo procesar bien lo que me está pidiendo, lo que su presencia significa.
La veo sentada en la mesa, sonriendo tímidamente. Pienso en cómo podría decirle que fue suficiente por hoy, que necesito mi espacio, pero cada vez que lo intento, se siente… cruel. Entonces, hago lo que mejor sé hacer: me levanto, recojo los platos. La acción es clara, directa, una señal de que la visita ha terminado. No es que quiera que se vaya, es solo que… no sé cómo hacer esto.
Ella se levanta, lo nota, aunque no lo digo. Estoy seguro de que se da cuenta de que no soy como los demás. Y no quiero que lo sepa. No quiero que vea mis fallos. Pero aún así, se queda. Me mira como si esperara algo más, como si… ¿quisiera que la detuviera? No sé qué hacer con esa mirada.
—Gracias de nuevo por anoche, nos vemos luego —dice, y su voz es suave, demasiado suave.
Quiero decir algo, cualquier cosa. Decirle que no es culpa suya que me sienta así, que esto es cosa mía. Pero en lugar de eso, simplemente la dejo ir. No la detengo. Me siento más tranquilo cuando está fuera, pero también vacío, como si algo hubiera salido mal y no sé cómo corregirlo.
Cuando se va, el silencio vuelve. Debería ser reconfortante, sin embargo, ahora se siente diferente. Vacío. El eco de su voz aún permanece en el aire, como una molestia persistente.
Al terminar de organizar mi cocina, me siento frente a mi computador para trabajar en un programa de seguridad cibernética que planeo vender a una de las compañías farmacéuticas de la zona. No sé cuánto más puedo soportar este caos en mi cabeza. Me esfuerzo en concentrarme en el trabajo, en las cosas que puedo controlar, pero todo parece estar fuera de lugar cuando ella está cerca.
Maggie. No la entiendo, y eso me irrita. Pero lo que más me confunde es cómo ella ha logrado que me importe no entenderla. Cansado de no lograr nada, me voy a la cama y sueño con aquella mujer de cabellos rojos y ojos verdes como el bosque.
A las cinco en punto suena la alarma y apenas y he logrado pegar los ojos, me levanto de la cama con reticencia, pongo ropa de deporte en mi cuerpo y salgo de casa.
El aire fresco de la mañana golpea mi rostro mientras corro, el sonido rítmico de mis pies contra el pavimento es lo único que logra calmar la maraña de pensamientos en mi cabeza. Siempre ha sido así. El ejercicio me ayuda a aclarar las cosas, a organizar el caos que a veces se instala en mi mente. Hoy, sin embargo, por mucho que me esfuerce, no logro deshacerme de la sensación de incomodidad que me dejó la noche anterior.
No puedo sacarla de mi cabeza. Cada vez que interactuamos, algo en mí se remueve, algo que no sé cómo manejar. Por eso corro más rápido, como si pudiera dejar atrás esas emociones que no entiendo.
De regreso, paso frente a una cafetería y, por alguna razón, mis pasos se detienen. No tengo hambre, pero algo me impulsa a entrar. El olor a café fresco y pan recién horneado llena el aire, y antes de darme cuenta, estoy comprando dos desayunos. Uno para mí, libre de azúcar, y otro para Maggie. ¿Por qué? No lo sé. Solo… lo hago.