DÉJAME QUERERTE
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Caminó hasta el interruptor de la luz, mientras se masajeaba el pecho con dolor, y se dirigió hacia la puerta lo más rápido que pudo.
Suspiró con desesperación y deslizó la cerradura de metal, para encontrarse con el rostro preocupado e impaciente de Onur, al otro lado.
—¡Por fin! —reclamó con desespero—. ¿Una hora para abrir la puerta?
—Pasa—rodó los ojos con pesadez, al mismo tiempo que le hacía espacio—. ¿Qué hora es?
—Ya deben ser las ocho—se quitó los zapatos, y sacó su teléfono del bolsillo para confirmar la hora—. Sí, son las 8:03.
—Acabo de despertar—bostezó y se tumbó en el mueble—. Me quedé dormido desde que llegué.
—¿Estás mejor? —se sentó y dejó las llaves del taller en la mesa.
—No lo sé —replicó dudoso entre un bostezo y algunos dolores—. ¿Alguna novedad?
—Pasó la mujer a llevarse su camioneta, nos dio una buena propina, y nos dijo que volvería nuevamente—se cruzó de brazos—. Después de eso, no pasó nada interesante.
Cuando oyó a Onur, automáticamente recordó a la mujer que acompañaba a la señora Samira, y su cerebro juntó tal información hasta llegar a una conclusión.
—¿Sabes qué acabo de recordar? —preguntó Mert, recorriendo sus ojos por el techo.
—¿Qué?
—Cuando volví a la casa, pasé a darle los envases a mamá Samira, y cuando se abrió la puerta, salió una mujer muy bien vestida.
—¿Con labios rojos, y un abrigo grueso blanco que pesa más que ella? —continuó la descripción de Mert.
—¡Sí! —afirmó—, y cuando me vio, se sorprendió y la sentí nerviosa, pero no sólo ella, también mamá Samira. Fue un momento muy incómodo, las dos me miraban muy extraño, y mamá Samira no intercambió muchas palabras conmigo.
—Que extraño —comentó Onur, rascándose la barbilla—. ¿Qué estaría haciendo esa mujer en la casa de Samira?
—Pues no lo sé, pero seguro que se conocen—suspiró con pesadez.
—Pero es raro —se recostó en el espaldar del mueble pensativo—, esa mujer parece millonaria, ¿te imaginas que sea la hermana de Samira?
A Mert le causó gracia la expresión sorprendida que Onur reflejó cuando pronunció aquella pregunta, hecho que le hizo reír entrecortadamente.
—Pues, que mala hermana es—juzgó, mientras seguía masajeando su pecho—. Si yo fuera millonario, y tuviera un hermano, no lo dejaría solitario y pasando trabajo todos los días en este barrio.
—¿De verdad te sientes bien? —preguntó con preocupación—. Te ves mal.
—Gracias, eso me motiva—acomodó las almohadas detrás de su espalda—. ¿Llevaste a Khan a su casa?
—¡Por supuesto! Llevé las cosas a mi casa primero, y luego llevé a Khan a la suya—sonrió—. Estaba muy feliz, guardó las galletas que le diste para compartirlas con su mamá, quien, por cierto, preguntó por ti.
—¿Cihan? —frunció el ceño—. ¿Qué preguntó?
—Dijo qué te manda muchos saludos, y le pareció extraño que no fueras tú quien llevara a Khan de vuelta a casa —informó juzgón—. Siempre pregunta por ti...
Se quedaron juntos un rato más e incluso tomaron el té hablando del trabajo. Él aprovechó para comentarle los planes que tenía en mente relacionados con el taller, y le contó que por la mañana no estaría durante las primeras horas, pues iría a ver un proveedor de herramientas. Le pidió quedarse con la llave y abrir el local.
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Después del largo día y una noche llena de dolores, el sol había salido. Mert tuvo una pésima madrugada de insomnio y fiebre alta. Los medicamentos que el doctor le recentó no funcionaron, ni aliviaron sus dolores. Se vistió con lo primero que encontró, buscó el abrigo más grueso que tenía a mano, pues fuera el clima estaba helado, y la fiebre en treinta y nueve grados lo estaba torturando.
Necesitaba ir a la farmacia y comprar algún antipirético para bajar la fiebre; pero debía caminar bastante, pues en el barrio no había ninguna farmacia y no podía manejar su moto con una sola mano.
Salió de su casa sin siquiera verse en un espejo. Estaba temblando de frío, sus mejillas estaban rosadas por la fiebre, y resaltaban con las ojeras que tenía por la falta de descanso. Su cabello estaba despeinado y algunas ondas castañas se dejaban caer sobre su frente tapando su herida.
Bajó con dificultad por las empinadas calles del barrio, pero pensar en la subida le estaba transmitiendo desesperación; y en aquel cansancio, rezó por llegar a la farmacia sin desmayarse.
Su mirada se encontraba clavada en el suelo de la calle, hasta que, de pronto, escuchó una voz dulce, entonando su nombre a sus espaldas, y se giró despacio para ver el preocupado rostro de Zeynep.
—¡Buenos días! ¿Te encuentras bien? —preguntó preocupada, poniendo atención al rostro del muchacho—. Luces... enfermo.
—Estoy bien, solo que...—pronunció con dificultad.