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**MARIA:**
Me despierto por el sonido insistente de la alarma, que irrumpe en mi sueño como un intruso indeseado. Mis párpados aún pesados luchan por mantenerse cerrados, pero el persistente timbre me obliga a abrir los ojos. A duras penas, levanto la mano y presiono el botón de apagado tras varios intentos fallidos, haciendo un gran esfuerzo mental para despejar la nube de somnolencia que me envuelve. Con un profundo suspiro y un ligero estiramiento que me ayuda a relajar los músculos, me levanto de la cama, dejando atrás las cobijas que me habían arropado con la calidez del sueño.
Al salir de mi refugio, la luz del día parece bailar en el suelo de madera, y los primeros rayos de sol se cuelan por la ventana, pintando de dorado las paredes de mi habitación. La sensación del frescor del suelo bajo mis pies descalzos es un recordatorio eficaz de que debo activar todos mis sentidos. Decido que es momento de dirigirme hacia el baño. La ducha es más que un simple baño, es un ritual sagrado que me ayuda a despejar la mente y despertar el cuerpo; me permite dejar atrás el mundo de los sueños y enfrentar la realidad.
El agua caliente cae sobre mí, y me dejo llevar por la sensación reconfortante. Mientras se desliza sobre mi piel, voy haciendo una lista mental de las cosas que tengo que hacer hoy: clases, trabajos, tal vez un encuentro con amigos. Mis pensamientos se deslizan de un tema a otro, incluso reservo un momento para recordar a mis compañeros y las risas que compartimos en las aulas. Después de unos 15 minutos de calma, con la mente un poco más clara y el cuerpo revitalizado, salgo del baño con la intención de prepararme para el día.
Con la piel aún húmeda y un poco de vapor en el espejo, me dirijo hacia mi closet. Me detengo un momento a contemplar las prendas que cuelgan de las perchas, todas esperando a ser elegidas. Es un lugar lleno de ropa que, en su mayoría, ya me conoce, como amigos que esperan ser llamados a la acción. Después de un par de pruebas rápidas frente al espejo, elijo un short de color azul que adorna mis piernas y resalta mi piel bronceada. La combinación de la blusa blanca y los jeans me parece perfecta, con la esperanza de que me haga sentir fresca y lista para conquistar el mundo. Al colocarme mis nuevas zapatillas Nike de color blanco, una oleada de confianza me inunda, como si cada paso que diera estuviera destinado a algo grande.
Una vez vestida, me miro en el espejo y, tras un análisis rápido, decido hacerme una media cola con el cabello. Es un peinado práctico, que me da un aire despreocupado y fresco, pero que me hace sentir lista y segura. “¡Lista!”, me digo a mí misma con una sonrisa en el rostro, llena de energía y un ligero hormigueo por la expectativa del día que me aguarda.
Bajo corriendo las escaleras, el eco de mis pasos resuena en el pasillo de casa, y al llegar a la cocina, encuentro a mi madre. Ella está ahí, organizando el desayuno con ese amor que solo una madre sabe transmitir, como si cada detalle fuera un acto de cariño por sí mismo.
—¡Hola, mamá! ¿Cómo amaneciste hoy? —le pregunto, tratando de contagiarle mi buen humor, mientras me acerco al aroma delicioso del café recién hecho.
—Bien, cariño, ¿y tú cómo amaneciste? —me responde ella, sonriendo mientras coloca un plato con tostadas doradas y frutas frescas de colores vibrantes en la mesa. La vista es simplemente irresistible.
—Amanecí bien, mamá, como siempre, gracias —le digo, iluminando mi rostro con una amplia sonrisa que intenta reflejar la felicidad que siento en ese momento.
En un instante, su mirada se ilumina con una risa peculiar, como si algo en mi expresión o en el ambiente la hubiera llevado a recordar algo divertido. Frunzo el ceño, intrigada, y le pregunto:
—¿Por qué te ríes? ¿Acaso tengo algo en la cara?
—No es nada, solo me acuerdo de cuando eras pequeña, tan bonita, pero también tan diablilla —responde mi madre, lanzándome un guiño de complicidad y dejando que una sonrisa perezosa se asome a sus labios.
La risa que compartimos se convierte en un eco en la cocina, llenando el espacio con cálidas memorias. En ese instante, me atrevo a recordar un episodio que siempre nos hace reír, el tipo de anécdota que se convierte en leyenda familiar.
—¿Te acuerdas cuando le dije a Matilde que su mamá no regresaría por ella y que tampoco quería una hija como ella? —le cuento, entre risas que se entrelazan con el aroma a tostadas.
—Sí, pero como era una niña, empezó a llorar hasta que su mamá regresó —agrega mamá, con un tono burlesco que hace que la hilaridad de la situación aumente.
Revivo el recuerdo de aquel día, cuando tenía cerca de cinco o seis años. Mi madre había invitado a Matilde, esa niña tan mimada y un poco “pija” que solía hacer de la suya, y en un momento de travesura, le hice una pequeña broma. Le dije a su madre que, por favor, fuera a comprar chocolatinas, y cuando le conté a Matilde que su madre no volvería, ¡cayó en la trampa! Recuerdo su rostro, el miedo y la desesperación de una niña pequeña que no comprendía el juego. Comenzó a llorar a lágrima viva, como si el mundo se le viniera abajo. La escena era tan divertida que, si sus compañeros de clase se hubiesen enterado, ¡habrían estallado de risa al instante!
De repente, la algarabía se apaga cuando mi madre, con un tono más serio, me llama la atención:
—María, tengo que contarte algo serio.
Su voz grave y el cambio en su mirada me asustan un poco; hay un destello de preocupación que me eriza la piel. Un nudo comienza a formarse en mi estómago, pero, embriagada aún por la risa y los recuerdos, le respondo, tratando de restarle importancia a la seriedad de su tono:
—Mamá, creo que en otro momento, plis. Me tengo que ir a la uni corriendo.
Al mirar el reloj, me doy cuenta de que ya se me ha hecho tarde y, en un instante, olvido la emoción de la charla. Me disculpo rápidamente, le doy un beso en la mejilla mientras él se sorprende por mi apresuro, y, casi corriendo, salgo de casa. El aire fresco de la mañana me golpea suavemente en la cara, revitalizándome, y me siento guiada por los recuerdos divertidos que, como un eco, me acompañarán durante el día. El camino hacia la universidad está lleno de promesas y risas, y quizás esta tarde, cuando regrese, tendré tiempo de escuchar lo que mi madre necesitaba decirme.
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Editado: 03.08.2024