Recuerdos del corazón.

La promesa en silencio.

El día había empezado de una forma tan suave y cálida que me pareció casi irreal. El cielo estaba cubierto por una capa tenue de nubes claras, y una brisa fresca corría por las calles estrechas de nuestro barrio, levantando el aroma a pan recién horneado de la panadería del señor Boucher. Cordelia y yo caminábamos juntas por la acera con los dedos entrelazados, nuestras manos tan unidas que parecían formar una sola. Aquel contacto, aunque sutil, tenía un peso emocional tan fuerte que podía sentirlo latiendo en el centro de mi pecho.

Ella hablaba con entusiasmo, contándome una vez más sobre el libro que leía cada vez que olvidaba. Lo hacía con ese brillo en los ojos que siempre me había parecido casi sagrado.

—Es genial el libro, deberías leerlo alguna vez —dijo con una sonrisa, moviendo los dedos con suavidad contra los míos.

Yo la observé por un momento, disfrutando simplemente de cómo se iluminaba al hablar de algo que amaba, aunque fuese una historia repetida para ella. Me detuve unos segundos para mirarla con más calma.

—Ya lo he leído, mi amor —le respondí, con esa voz que solo uso cuando me siento completamente abierta con ella.

Cordelia parpadeó, algo confundida.

—¿En serio? ¿Cuándo?

—Hace mucho, Cordelia...

La forma en que frunció la nariz, intentando recordar, me derritió. Había algo trágicamente hermoso en verla luchar por cosas que antes fueron suyas y ya no. Me acerqué un poco más y besé sus dedos con ternura, como si ese gesto pudiera evitar que se forzara, que se lastimara intentando reconstruir lo que el olvido le había arrebatado.

—Odio olvidar... —susurró bajito, casi como si se lo dijera a sí misma.

—No es tu culpa —le respondí, acariciando el dorso de su mano con el pulgar—. Al menos tú puedes escribir para recordarlo... Hay quienes lo pierden todo sin posibilidad de rescate.

Ella bajó la mirada un poco, su sonrisa temblando en la comisura de sus labios. Me acerqué aún más y, sin dejar de caminar, le di unos besitos pequeños por la sien y el borde de la mandíbula, hasta hacerla reír.

—Eres ridícula —dijo entre risitas.

—Y tú preciosa cuando sonríes —le respondí.

Un silencio cómodo nos acompañó por unos segundos mientras seguíamos avanzando. La escuela ya se asomaba a lo lejos, y con ella los recuerdos de la rutina, de las miradas, de las dudas... y también de Dulcia. Cordelia, como si me leyera el pensamiento, rompió el silencio.

—¿No te molesta si sigo estando con Dulcia?

Me detuve un segundo. No por celos, sino por el reflejo de un sentimiento que conocía demasiado bien. Respiré profundamente.

—Lamentablemente tengo que soportarlo.

Ella me miró de reojo, con esa sonrisa divertida que siempre me lanza cuando sabe que estoy a punto de sonar posesiva.

—Has cambiado... ya no pareces ser tan posesiva como antes.

Me reí por lo bajo.

—Te equivocas, preciosa. Siempre seré posesiva, esa parte de mí no va a desaparecer. Pero tenías razón: te controlaba demasiado, quería que fueras solo mía sin considerar cómo te hacía sentir. Lo entendí tarde, pero... ahora quiero que tomes tus propias decisiones. Que me elijas porque quieres, no porque te asfixio.

Ella me miró con una dulzura tan intensa que por un momento sentí que no estábamos en la calle, ni rumbo a la escuela, sino flotando en algún rincón secreto del mundo donde solo existíamos nosotras.

—Eso es muy maduro de tu parte —dijo bajito, acariciándome la mano.

—Por ti cambio todo mi comportamiento, mi vida... —le confesé, sintiendo la garganta apretada—. Porque tú eres lo único que me importa de verdad.

Sus ojos ámbar brillaron con una mezcla de amor y dolor. Como si comprendiera cuánto me estaba costando aprender a ser mejor para ella. Y aún así, sonrió. Esa sonrisa que me desarma.

Seguimos caminando, ahora en silencio, pero nuestras manos seguían firmes una en la otra, como si ese pequeño lazo fuera suficiente para mantenernos en pie ante lo que fuera.

Y mientras el edificio de la escuela se acercaba, y los sonidos del resto de estudiantes empezaban a invadir el aire, supe que aquella noche, durante la pijamada... todo cambiaría.

—Cordelia… —murmuré con suavidad mientras caminábamos por la calle empedrada, aún tomada de su mano tibia—. ¿Puedo pedirte un favor?

Ella giró su rostro hacia mí con esa dulzura desarmante que siempre me dejaba sin aliento. Sus grandes ojos color ámbar me miraron con la misma calma con la que uno mira las estrellas: atentos, abiertos, curiosos.

—Claro, dime —respondió, con su voz suave y melódica como una canción de cuna.

Tragué saliva. No sabía si estaba bien pedirle esto, pero algo dentro de mí, una alarma casi instintiva, me empujó a hacerlo.

—No le digas a Dulcia sobre... nosotras —susurré, intentando que mi tono no sonara tan cargado de ansiedad como realmente me sentía.

Cordelia parpadeó, sorprendida. Sus pasos se detuvieron brevemente mientras me analizaba en silencio. Me encantaba cuando me miraba así: con la cabeza ligeramente ladeada, como si intentara descifrarme, y sus pestañas largas enmarcando sus ojos como pétalos de oro. Me derretía con solo verla.

—¿Por qué? —preguntó al fin, sin rastro de enojo, solo una suave curiosidad que me atravesó el pecho.

Desvié la mirada por un instante. Las palabras se acumulaban en mi lengua, pero no podía decirlas. No todavía.

—No es necesario que ella lo sepa. Ya me basta con que tu abuela y Madame Fournier lo sepan. Piénsalo… Dulcia podría decírselo a alguien más, y tú sabes cómo es la gente. No puedo confiar en ella, Cordelia. Créeme… esa chica no me cae bien por una razón.

Ella frunció el ceño. Su expresión seguía siendo dulce, pero una chispa de determinación apareció en sus ojos.

—¿Cuál es la razón?

Guardé silencio. Me mordí el labio. No quería mentirle. Pero tampoco quería cargarla con verdades que no podía entender aún, que su mente olvidaría de un momento a otro. Y lo peor de todo era saber que si se lo decía, la heriría.




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