"En un lecho de niebla duerme mi alma,
donde el tiempo no duele, ni existe el dolor,
una voz me arropa, susurra con calma,
y olvido que el mundo se rompió por amor.
Aquí, todo flota, todo es tan leve,
las penas se apagan, no hay peso en mi piel,
la tristeza no arde, ni el miedo me mueve,
y el cielo parece pintado de miel.
Pero algo en mi pecho no quiere quedarse,
algo golpea como un tambor,
una memoria insiste en alzarse,
y rompe el silencio con un clamor.
¿Será tu voz, Zafiro, mi guía?
¿Será tu mano la que aún me esperó?
Tu nombre se cuela en cada armonía,
y es fuego lo que mi calma quemó.
Este sueño es un lago sin orilla,
pero no quiero hundirme en su paz.
Prefiero la vida, aunque sea sencilla,
aunque duela... aunque no dé más.
Porque vivirte es más que dormirme,
y amarte es razón para abrir los ojos,
quiero salir de este cielo sublime
y volver a ti, entre escombros y antojos."
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—¡Hola! ¿Cómo te llamas? —pregunté con voz suave, ladeando un poco la cabeza con curiosidad.
La niña de cabello negro, liso y perfecto como una sombra recién peinada, no respondió. Estaba sentada con las rodillas juntas y las manos apoyadas en el borde del lago, como si sus pequeños dedos quisieran tocar el reflejo tembloroso del cielo. Su rostro era inexpresivo, y sus ojos… sus ojos eran de un verde tan profundo como el bosque que nos rodeaba, como si pudieran atravesar la corteza de los árboles y mirar dentro de las cosas.
Me observó de reojo por un instante, no con timidez, sino con desconfianza, como si yo hubiera interrumpido algo sagrado. Y luego, con una indiferencia casi violenta, volvió la vista hacia el agua sin decir palabra.
Me reí por lo bajo. No me sentí herida, solo más intrigada. Caminé despacio hasta sentarme junto a ella, sin tocarla, sin invadir su espacio. El sol se colaba entre las hojas de los árboles, filtrando una luz dorada que parecía hecha de sueños. El lago brillaba con pequeñas ondulaciones como si respirara, y el mundo entero estaba en silencio, como si se hubiera detenido para que aquella escena pudiera durar un poco más.
La miré de nuevo. Había algo en ella que me resultaba familiar, aunque no podía decir por qué. Su presencia era como un eco... de algo que no recordaba del todo.
—Soy Cordelia —murmuré con un poco de vergüenza—. O… eso creo. No me acuerdo bien...
El silencio volvió a instalarse entre nosotras, largo, denso, pero no incómodo. Ella giró apenas el rostro para observarme. Su expresión era impenetrable, como si llevara puesta una máscara de piedra. Pero sus ojos... sus ojos me estaban leyendo, analizándome. No como una niña mira a otra, sino como quien trata de entender si puede confiar.
—¿No te acuerdas de tu nombre? —preguntó, por fin, con una voz suave, pero firme. No sonaba curiosa, sonaba… escéptica.
Negué con una leve sonrisa, mirando también el lago. El viento meció unos mechones de mi cabello pelirrojo y en ese momento sentí una paz extraña, como si esa conversación fuera el principio de algo que aún no entendía.
—No del todo… Hay cosas que se borran de mí cuando me siento… muy triste o asustada. Pero mi abuela dice que soy Cordelia.
Ella me estudió con una intensidad silenciosa. Después de unos segundos que parecieron más largos de lo que en realidad eran, se puso de pie con la elegancia de quien sabe que no necesita decir mucho para que el mundo escuche.
—Me llamo Zafiro —dijo simplemente, sin emoción, sin calidez, pero tampoco con crueldad.
Luego, sin decir nada más, giró sobre sus talones y se alejó caminando por la orilla, como una sombra sin dueño. Sus pasos eran tan ligeros que apenas crujían sobre las hojas.
Me quedé allí, sola, mirando cómo su figura se alejaba, como si la misma naturaleza la protegiera. Y, por alguna razón, su nombre quedó suspendido dentro de mí con un eco suave, repitiéndose entre mi pecho y mi memoria.
Zafiro.
Como una piedra preciosa.
Como algo frío.
Como algo que no sabía que estaba esperando encontrar.
___🌙___
Otro día soleado, de esos que parecían sacados de una postal antigua. El cielo estaba despejado, pero el viento soplaba con una dulzura que arrastraba recuerdos que no sabía si eran míos. Caminaba por las calles como si las conociera de toda la vida, aunque en realidad no tenía idea de dónde estaba. No me importaba. Me gustaba perderme. Me gustaba sentir que cada rincón podía esconder algo nuevo, o tal vez, algo olvidado.
Sin darme cuenta, llegué cerca del puente. A lo lejos, en la orilla del lago, entre el pasto alto y las flores silvestres que se mecían como si danzaran, estaba ella otra vez.
Zafiro.
La misma figura quieta, de espalda recta y mirada fija en el agua. Como una estatua viva, hecha de misterio y sombra. Siempre parecía estar esperando algo, aunque no fuera a mí.
Me acerqué con pasos lentos, casi temiendo romper la armonía del paisaje con mi sola presencia. Me senté cerca de ella, manteniendo una distancia prudente, como ya había aprendido que le gustaba. Mis labios dibujaron una sonrisa suave, sincera, de esas que nacen cuando ves algo o a alguien que empieza a volverse familiar.
—Hola, Zafiro.
Ya había venido a este lugar por casi un mes. Día tras día. A veces ella hablaba. A veces no. Pero siempre estaba ahí, como si el lago y ella fueran una sola cosa. Me había acostumbrado a su silencio, a su calma que a veces me llenaba de paz y otras veces me desesperaba. Pero cada vez que hablaba, su voz me sorprendía. No porque fuera dulce o fuerte, sino porque era rara. No como una voz rota, sino como una que nunca había aprendido a cantar.
—Te gusta mucho este lago, ¿no? —le pregunté, observándola con curiosidad—. He notado que vienes todos los días. ¿Por qué?
Ella no me miró. Su rostro seguía sereno, casi inmutable. Sus ojos verdes, brillando con ese color profundo como el fondo del lago, estaban fijos en el agua como si esperaran una respuesta ahí abajo, entre las sombras y reflejos.