El temblor no cesó. Era como si el mundo intentara rechazar lo que había emergido de su vientre. Fragmentos del techo cayeron, y las paredes exhalaban una humedad tibia que olía a sangre antigua. La niña —o la cosa detrás de la niña— caminaba sin prisa, como si cada sacudida fuese una nota más en una sinfonía que solo ella podía oír.
La máscara, ahora fundida a su rostro, no ocultaba: revelaba. A través de sus grietas, se filtraba una luz imposible, como un recuerdo de algo que el universo había enterrado por su propio bien.
—El hambre no es lo peor —dijo ella sin moverse—. Lo peor es lo que viene después, cuando ya no quede nada por devorar.
Los encapuchados comenzaron a caminar en círculos, deshaciéndose como cera al sol. Cada uno, al caer, dejaba tras de sí un símbolo, grabado en carne y piedra, que vibraba al unísono con la letanía. Yo intenté retroceder, pero no había camino. El túnel había desaparecido. El mundo era ahora un vientre oscuro que nos tragaba sin juicio.
Entonces lo sentí.
No el ojo, no la conciencia dormida, sino su aliento. Caliente, húmedo, vivo. Como si algo inmenso se hubiera acercado al velo entre dimensiones y soplara para abrirlo. Mi piel se erizó, y mi mente... comenzó a llenarse de pensamientos que no eran míos.
Voces.
Garras.
Cielos que gritaban.
Y allí, al borde de la locura, escuché un nombre. Un nombre que no debía existir. Que nunca debió pronunciarse.
La niña levantó la mano y el aire se detuvo. Incluso el temblor pareció congelarse. Me miró —si es que aún podía hacerlo a través de esa máscara— y su voz se filtró como un cuchillo envuelto en seda:
—Tú lo trajiste. Tú eres el heraldo. El umbral.
No lo comprendía, pero una parte de mí —una que no era completamente humana— asintió en silencio.
Y entonces el mundo se partió.
Un solo latido. Un solo estallido de luz negra.
Y me vi fuera de mí mismo. Vi mi cuerpo, pero también el otro: el que yacía dormido en la ciudad que ya no era ciudad. Vi penumbras, envueltas en raíces negras, los relojes goteando tiempo líquido, los habitantes caminando como marionetas sin hilos.
Había comenzado.
Desde el fondo, en lo más hondo del abismo, una voz sin boca dijo:
—Bienvenido a la segunda caída.