Él buscaba ese pequeño detalle, un desencadenante que hiciera florecer el recuerdo.
Comenzó con una añoranza que estaba presente en la diversión de su última broma, una que volvía en el aroma del jardín que su casera Kanae cuidaba o en la risa de las chicas que ligaba; un cosquilleo en el estómago que subía por su cuerpo y terminaba en una sonrisa llena de vida: Mozart sonreía para alguien, una figura ausente en su vida y en su memoria.
La sensación era desesperante, pero no dolorosa, y crecía lentamente.
Estaba en el sol que se levantaba cada mañana sobre la Otowakan, en el placer de los juegos que disfrutaba con sus amigos, en la música. Especialmente en su musik, como si cada nota encerrara el secreto del recuerdo ausente, persistiendo en silencio, negándose a salir por completo.
La noche, particularmente, traía consigo un esbozo de esa calidez familiar. Tendido en medio de la oscuridad, su mente evocaba un susurro dulce con palabras que no lograba distinguir; sus dedos se cerrarían alrededor de una delgada mano que no existía, y su cuerpo se acurrucaría en un abrazo cariñoso que extrañaba. Mozart entraba al mundo de los sueños con la despreocupación de un niño que nada teme.
Y un día, en medio de un alboroto que casi destruye el mundo, el recuerdo despertó en Moz y la figura se convirtió en Ella.
Ella jugaba con él y reían juntos.
Ella lo envolvía en sus brazos y cantaba antes de dormir.
Ella tocaba la flauta y hacía magia con sus notas.
"—¿Lo imaginas, Wolfie? Sería maravilloso que existiera una flauta mágica que volviera los sueños realidad."
En ese momento su sonrisa se ensanchó y su corazón agradeció a la mujer que lo llenó de felicidad.
—¡Muy bien! —dijo a los fanáticos seres del espacio—. ¡Les presento mi mejor Musik!