Aunque levantarme temprano era algo que realmente no disfrutaba, lo hice. Muy a pesar de que el día que se levantaba era domingo, pues a mi casa le faltaban algunas cosas, sobre todo alimentos.
Me bañé, cambié y salí a un súper en el centro de la ciudad. Hice algunas compras y regresé a casa. De camino a ella anoté algunos números telefónicos. A la casa le restaban algunos detallitos por los que contrataría a alguien.
Llegué a casa y repartí las compras desde la cocina hasta las repisas del baño y volví a la cocina para hacer el desayuno. Se me estaba agotando el tiempo.
Cerca de las diez de la mañana el camión de la mudanza se estacionó frente a mi casa. Detrás del camión venía una camioneta conducida por mi mejor amiga. Me acerqué a ella, la saludé con una sonrisa y, encaminándome al asiento trasero de su camioneta, me encontré lo que más amaba en la vida disfrutando del sueño. Mi hijo Diego dormía en ese sillón.
—Arriba, dormilón —pedí acariciando la cabeza del pequeño y él abrió los ojos.
—Mami —dijo sonriendo y volvió a cerrar los ojos.
Sonreí también. Esa palabra me hacía realmente feliz, ese niño me hacía muy feliz.
Rocío me ayudó a bajar algunas maletas de su auto mientras los de la mudanza seguían llevando muebles adentro.
Yo tenía a mi hijo en los brazos, así que solo me recargué en una pared mientras lo abrazaba con todo el amor que era capaz. Ese niño había llegado a mi vida para salvarme, como yo lo salvé a él.
» Mami, tengo hambre —dijo Diego cuando al fin despertó.
Sonreí. Claro que sí. Diego era justo como yo, si algo era capaz de despertarlo era el hambre, esa en nosotros siempre era más fuerte que el sueño, y nosotros siempre teníamos sueño.
Despedimos la mudanza y nos encaminamos a la cocina. Aún había muchas cosas que debían acomodarse, pero primero está comer que ser cristiano, así que la limpieza podía esperar.
Cuando terminamos de desayunar comenzamos a acomodar los muebles. Diego movía algunas cosas no muy pesadas pero, de vez en cuando, Chío y yo fingíamos dejarlo ayudarnos a mover muebles más pesados.
—Vaya jardín que tienes —se burló mi amiga cuando solo quedaba desempacar cajas.
Mi cara se estiró mientras mis ojos se agrandaban. Desde afuera mi casa seguía pareciendo una abandonada casa de terror.
—Ya llamé a alguien —dije para mi amiga—, vendrá más tarde, quejosa.
Ambas reímos y continuamos desempacando.
» Esto ya parece una casa —anuncié complacida un par de horas después. Y me levanté para atender a la puerta—. Seguro es el jardinero —dije a mi amiga que descansaba con Diego en la sala.
Abrí la puerta y me encontré justo lo que no estaba esperando.
» ¡¿Abuelo?! —cuestioné con los ojos un poco húmedos.
Eso era una grata sorpresa, pero no era lo que me estaba imaginando. No había alcanzado albergar esperanzas cuando él las rompió todas.
—Trabajo es trabajo —dijo.
Asentí y le indiqué lo que debía hacer.
Desde la ventana de mi cocina no podía apartar la mirada de eso que me hacía completamente feliz. El hombre que me lo había dado todo, y me había sacado adelante, seguía siendo el hombre fuerte que recordaba. Mis ojos se llenaron de lágrimas y las aparté al escuchar entrar a alguien a la cocina.
—¿Qué te pasa, Lici? —preguntó Chío.
Suspiré.
—Ese hombre es mi abuelo —informé—. Amiga, lo tengo tan cerca y no puedo alcanzarlo.
Rocío me abrazó y no contuve mi llanto. Los brazos de una amiga suelen ser un gran lugar para desahogar las penas.
—A mí me parece que tiene un poco de sed —señaló dándome una excusa para acercarme a él cuando me tranquilicé.
Sonreí demasiado agradecida. Tomé una jarra con agua, un vaso y me dirigí al jardín donde se encontraba parte de una familia que amaba y que jamás recuperaría.
—Es bueno ver que estás bien —dije a sus espaldas. Mi abuelo solo me miró—. Traje un poco de agua —informé mostrándole la jarra con agua—, hace calor aquí.
Suspiré pensando que de nuevo no diría nada, pero respondió esta vez.
—Aquí siempre hace calor y lo sabes —dijo.
—Estando lejos uno puede olvidar muchas cosas —recordé con melancolía—. Aunque hay cosas que no se olvidan.
Sonreí. Mi abuelo me miró por unos segundos y se devolvió a su trabajo.
Respiré profundo para tomar valor, quería a disculparme con él. Iba a decirle cuanto lamentaba lo que había pasado, iba a pedir su perdón y a pedir me dejara regresar a sus vidas, pero no pude decir una palabra. Diego venía corriendo hasta mí.
—Mami tengo hambre —dijo tirándose a mis brazos.
Lo atrapé y lo levanté con una enorme sonrisa. Ese niño sí que me hacía bien, su sola presencia curaba mi corazón.
—¿Quieres pizza? —pregunté abrazándole con fuerza.
—¡Si, pizza! —dijo efusivamente, elevando sus brazos al cielo haciéndome reír.
Diego me hacía muy feliz.
—Dile a Chío que pida la pizza —pedí—, el directorio está... —y me interrumpió.
—Sé dónde está, ¿puedo pedirla? —preguntó y asentí. A ese niño yo no podía negarle nada—. Gracias mami —dijo cuándo lo solté y corrió a la casa—. ¡Te amo! —gritó y sonreí.
Yo también lo amaba.
—Veo que no pierdes tiempo —soltó mi abuelo.
Sus palabras me lastimaron. Aunque no era lo que mi abuelo pensaba, no podía culparlo por pensar mal de mí. Yo lo había defraudado antes, le había mostrado que no era alguien de fiar.
Lo miré dolida y me fui de allí. Entré a mi casa y, recargándome a la pared, lloré en silencio.
—La pizza está en camino —anunció Chío entrando a la cocina—. ¿Qué pasó, Lici? —preguntó ella y yo moví mi cabeza en negativa.
No podía hablar y mi amiga lo entendió, por eso solo me abrazó fuerte.
» Lo lamento nena —dijo.
Yo también lo lamentaba.
Llegó la pizza, comimos y después de un rato pagué los honorarios de mi abuelo. Entonces despedimos a Chío que debía volver a Santa Clara, la ciudad que siete años atrás me recibió con los brazos abiertos y me dio todo lo que ahora tenía: Mi carrera, mi mejor amiga y mi familia.