Recuperándolos

4. NUESTRA HISTORIA

—¿Quieres ir al cine? —pregunté a mi hijo intentado escapar de casa. 

Dos días de limpieza eran demasiado, yo estaba que vomitaba casa. Diego brincó en el sillón diciendo que sí. Sonreí, él en serio que me hacía feliz.

Esa tarde la pasamos recorriendo calles que gritaban tantos recuerdos, despertando en mí tantos sentimientos que no podía contener. Así que, en la noche, mientras veía a mi hijo dormir a mi lado, recordé todo lo que él y yo debimos pasar para estar en este punto justo donde estábamos.

Mi madre había sido violada y quedó embarazada de un chico idiota y rico que nunca se dignó a pedir una disculpa siquiera, menos a hacerse cargo de nosotras. Mi madre sería madre soltera, pero murió en el parto, así que fui criada por mis abuelos.

Ellos trabajaban en la casa de los señores Mirro, mi abuela era cocinera y mi abuelo jardinero. Cuando yo tenía quince años conocí a Fabián. Él era hijo único de los señores Mirro, él tenía dieciséis entonces, y me encantaba.

Fabián era muy apuesto y todo un caballero, además, siempre fue divertido estar a su lado. Y, aunque a sus padres no les gustaba la idea, y mis abuelos se oponían rotundamente a nuestra relación, convencidos de que nos amábamos nos decidimos a luchar por nuestro amor.

Pero Fabián no me amaba, él solo se estaba divirtiendo conmigo, eso lo supe después. Tal vez demasiado tarde.

Cuando sus padres le dieron a elegir entre una carrera universitaria o yo, él me dejó. Pero no me dejó sola, yo estaba embarazada, y cuando sus padres se enteraron me encerraron donde nadie pudiera verme ni se enterara de nada.

Cuando Liliana nació los padres de Fabián me la quitaron y me echaron de la ciudad con el suficiente dinero como para que yo rehiciera mi vida.

Pero con diecisiete años cumplidos no era mucho lo que yo podía hacer, pues además ya no contaba con el apoyo de mis abuelos. Aunque, después de defraudarlos como lo hice, no podía culparlos.

Me fui vivir a Santa Clara, una ciudad a seis horas en camión de donde estaba mi ciudad natal. Allí terminé el bachillerato e ingresé a la universidad. Todo parecía ir bien, y aun así yo no podía estarme a gusto con tal situación. Yo no quería estar sola y quería a mi hija conmigo así que, dos años después de que me fui, con un poco de valor, regresé a intentar recuperar mi familia.

Pero solo regresé a darme cuenta que podía perder mucho más de lo que ya había perdido. Regresé a enterarme de que mi abuela acaba de morir. Esa vez lloré frente a una puerta que mi abuelo no abrió. 

Frustrada y triste lloré demasiado adolorida por perderlo todo, pues si alguien habría podido abogar por mi ante ese cascarrabias orgulloso, era alguien que ya no estaba ni estaría, y su ausencia me dolía.

Regresé a Santa Clara y me encontré algo realmente inesperado. Había un pequeño niño, de tal vez dos años, casi muerto en mi puerta. Lo llevé al hospital y me hice cargo de él en lo que servicio social decidía que pasaría con él, pues no había espacios en los orfanatos. Eso fue bueno para mí, y para Diego.

Las semanas se pasaron y nadie reportaba la desaparición de un niño con las señas del pequeño que yo encontré. La mujer encargada del caso de Diego me ofreció adoptarlo y yo acepté. Ese niño tenía la edad de una hija que yo no recuperaría, y necesitaba una madre. Ambos nos necesitábamos.

Debido a la falta de registros del niño, más que adoptarlo, lo registré como mío, así, legalmente, Diego se convirtió en mi bebé, llenando un espacio en mi corazón y dándome una razón para vivir.

 

* *

 

Eran casi las siete de la mañana cuando sonó el despertador. Dos hicimos berrinche, pero yo si me levanté. Fui al baño, lavé mi cara, bajé a hacer el desayuno y regresé a despertar al dueño de mis sonrisas.

—Anda dormilón —dije sobando su espalda—, se nos hace tarde para el colegio.

—No quiero ir —dijo Diego tapándose la cara con la cobija, haciéndome sonreír—. Di que estoy enfermo —pidió y le miré sorprendida.

—¿En tu primer día? Yo no lo creo, anda, arriba —dije jalando eso que lo cubría.

—Mami, es temprano —se quejó Diego sentado en la cama mientras no podía mantenerse con los ojos abiertos por completo.

—No, no lo es —dije comenzando a doblar cobijas.

—Pero tengo sueño —reclamó haciendo un puchero.

—Pero hice waffles —informé acercando su uniforme a la cama.

—¿Waffles? —preguntó poniendo esa expresión de pillo que me encantaba, enanchando mi sonrisa.

—Con mermelada de mango —completé e hizo un sonido de emoción, haciéndome feliz de nuevo.

Lo ayudé a vestir, le puse los zapatos y lo cargué hasta el comedor donde lo dejé en una silla alta. Desayunamos y lo llevé al colegio, quedando en que iría a la salida por él. Después de eso fui al hospital, yo era médico, específicamente, pediatra. Decidí estudiar la especialidad cuando Diego llegó a mi vida, porque, para qué él estuviera bien, yo haría lo que estuviera en mis manos.

Estuve toda la mañana revisando los expedientes de consulta interna y los de seguimiento externo. Gracias a Dios no eran tantos.

Pasado el mediodía caminé fuera del consultorio, llegué a la recepción donde me pondría al día con una de las enfermeras y algo inesperadamente horrible pasó.

—Doctor Mirro, se requiere su presencia en urgencias —se escuchó en el altavoz—, Doctor Mirro, a urgencias.

Recé porque el doctor Mirro al que solicitaban no fuera Fabián Mirro. Pero, al parecer, a quien imploré no me escuchó, pues el mismísimo Fabián Mirro apareció frente a mí. 




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