—Señor Damián Belmonte... padre —dijo Rocío que se acercaba a la mesa. Ella y Fabián nos siguieron al restaurante—. Soy trabajadora social y estoy al tanto de lo sucedido. Si usted no entrega a los tres niños Mirro Grullol a sus padres, nos veremos en la penosa necesidad de levantar una denuncia por secuestro para usted.
El señor Belmonte la miró con desdén.
«¿Será que no puede darse cuenta que son personas con las que trata?».
—Tráelos aquí —dijo al teléfono y miré con expectación y una gran sonrisa a Fabián que me abrazaba.
Me presioné a su pecho, necesitaba más que nunca sentirme segura.
Mientras esperábamos el silencio se hizo presente, pero cuando tres niños, junto a un hombre alto y robusto que cargaba tres mochilas, llegaron, Diego rompió el silencio gritando: —¡Mami! —disipando la tensión que nos envolvía.
Mi hijo corrió a mis brazos junto con otras dos que lo seguían. Yo sonreí y lloré al mismo tiempo. Abracé a mi hijo y a mis dos pequeñas. Aun llorando, pregunté si estaban bien, ellos asintieron.
—Mami, ellos me querían picar con una aguja —se quejó Iliana.
Miré al señor Belmonte con odio.
—Nos sacaron sangre, a mí y a Diego —explicó Liliana.
—A Lili dos veces —completó Diego con una sonrisa burlona—, hizo trampa porque Iliana es una llorona.
—Le tengo miedo a las agujas, no soy una llorona —se defendió la menor de mis hijos.
Eso explicaba que los tres resultados dieran positivo. Sonreí, los besé y los abracé aún más fuerte.
—Ya pasó —dije—, vamos a casa.
—Mami —habló Liliana un poco contrariada—, ese señor dijo que papá no era nuestro papá, y que él era nuestro abuelo.
—Ese señor no sabe lo que dice —dije a la que más que ninguno era hija nuestra.
Fabián acarició la cabeza de nuestra hija.
—Claro que soy su papá —dijo con una enorme sonrisa en el rostro—, con una prueba de ADN se los puedo demostrar.
—Ay no —se quejó Diego haciendo teatro en mis brazos—, más sangre no.
—Y la llorona soy yo —se burló Iliana de su hermano.
Me reí. Esos cosijos me hacían inmensamente feliz, incluso cuando discutían.
A punto de irnos, Damián hijo me llamó a hablar conmigo.
—Yo realmente no quiero recuperar a Diego —dijo—, mucho menos a ti. No compartiré con nadie eso que me ha costado tanto merecer. Así que, si no quieres que nada te pase, o a ellos, no te acerques demasiado. Yo puedo ser peor que nuestro padre.
—Es su padre, señor Belmonte —respondí resuelta—, y no me interesa ni él, ni usted, ni su fortuna. Solo quiero que desaparezcan para siempre de mi vida. Así que estese tranquilo y, en lo posible amarre a su señor padre, para que no me busque tampoco.
—Mami, ¿quién es él? —preguntó Diego llegando hasta mí.
—Nadie, amor —respondí sonriendo a ese pedacito de mi alma—, vamos a casa.
Tomé su mano para volver con mis hijas y con el hombre que yo amaba.
* *
Un par de meses después, mientras las prisas me tenían corriendo, abrí la puerta después de escuchar el timbre.
—¡Diego, ponte pantalones ya, chicas rápido! —grité abriendo la puerta y encontré allí a mi mejor amiga.
—¿No está lista aún? —preguntó al verme hecha un desastre aún.
Me reí nerviosa.
—Sigo peleando con tres niños —dije—. ¡Diego, el pantalón! —grité al ver pasar a Diego corriendo en calzoncillos.
—Ay mami, aún no es hora, relájate —dijo.
Abrí grande mis ojos y vi a mi amiga como diciendo "¿Ves?".
Rocío dijo que se haría cargo y fui de nuevo a la puerta que de nuevo sonó y donde me encontré un enorme ramo de rosas blancas de pie frente a mi puerta.
Creyendo que eran de parte del hombre que amaba demasiado, sonreí.
Pero no era así. En la tarjeta se leía:
"Sé que tal vez estoy siendo imprudente al enviarte estas flores, pero quiero que sepas que te tengo presente siempre en mi mente. Deseo seas feliz y algún día me perdones. Con cariño, tu padre, Damián Belmonte"
Suspiré. No me molesté, solo dije al hombre que las traía: —Llévatelas.