El reflejo frente a ti la verdad dirá, quieras o no, lo verás.
Apreté los labios en cuanto sentí cómo una ventisca suave tocaba mi piel. No sabía dónde estaba y, girándome hacia Aník y los demás, descubrí que estaba completamente sola. Era demasiado tarde. El Espejo… yo ya estaba dentro. Sola. Encerrada en una especie de caja de espejos que solo me reflejaba a mí, entre destellos que se paseaban por los bordes, como un arcoíris gritando.
Vi mi cansancio, mi piel sucia, el pronunciado color azul verdoso bajo mis ojos. Tan diferente… La herida en mi abdomen me hizo hacer una mueca de dolor; su color no era más que un rojo vino, con el violáceo entretejido. Diminutos puntos de ese mismo color se expandían por mi abdomen. No sabía qué era, pero esperaba que el dolor junto a la cicatriz que quedaría, desaparecieran.
Cuando estuve a punto de tocar aquel punto, todo a mí alrededor se removió como ondas de agua, y terminé en el suelo. Me sostuve con las palmas de mis manos, agachada, observando entonces otra vez mí reflejo, bajo mis pies.
Sin embargo, la imagen era completamente diferente. Era una niña. Era yo… a los siete años. Sonriente, segura, alegre y corriendo con los rayos del sol tocando mi cabello oscuro. Levanté mi mano para tocar mi propio reflejo, pero el espejo se convirtió en un enorme lago que aún mostraba mi sorpresa.
Ni siquiera toqué el agua. Estaba en medio de la nada. Absolutamente todo brillante, reflejada en cada espejo, con una imagen, una actitud, completamente diversa y desconocida. Pero yo estaba fija en la nueva Eila que me veía con interés.
—Curiosa…
Susurró una voz lejana, antigua.
Alcé el rostro hacia los demás espejos pero estos de repente desaparecieron cuando el cristal, lago, bajo mis pies, se abrió. Los trozos de vidrio volaron a mí alrededor como un relámpago fugaz y brillaron sobre mí entre los colores que salían de sí. Caí en otro espejo y volví a encontrarme conmigo misma. Asustada, ensangrentada y con la mirada perdida. Cada parte de mi cuerpo respondió ante esa imagen, conocida por el sentimiento que había arrasado mis extremidades.
Ahí le vi.
Un hombre de cabello oscuro manejaba con lentitud, hasta que el destello extraño de una luz brillante tocó su corazón. Enloqueció en segundos perdiendo el control del automóvil, chocando contra un auto que reconocí enseguida. Me estrujé entre el vidrio sintiéndolo húmedo bajo mis dedos, pero unas garras invisibles me hicieron ver más… mucho más… y de sentir.
Avén apareció frente a mis ojos, cerca de mi cuerpo moribundo, pero con la atención puesta en los otros cuerpos. Solté un gemido de dolor de tan solo pensar… de tan solo verme ahí. Estaba al borde de la muerte. Entre la oscuridad, con los parpados hinchados, la sangre brotando y cayendo de mi cuello a mi pecho y, así mismo, por mi abdomen. La pierna, herida, con una roca obstruyendo que la sangre circulara, dejando que un color azul violáceo se apoderara de ella, mientras la otra pierna descansaba en el agua, helada. Mi respiración se debilitó con solo ver la condición en la que me había encontrado meses antes.
Las lágrimas brotaron de mis ojos sin permiso alguno y como una daga filosa, sentí que el mismo viento zumbaba en mi interior, llevándose consigo el aliento que había retenido. Apreté los ojos y las manos al ver las dos sombras. Al ver lo que hacían y cómo se sentía. Quise negarme a creerlo, pero ahí estaba, una respuesta y el precio de tenerla.
Una sombra oscura fue apoderándose de mi reflejo, mi verdadero reflejo, justo a los pies, hasta que un grito ensordecedor me envolvió y los espejos se movieron, dejándome en un pequeño espacio en el que solo me veía a mí misma. Busqué estabilizarme, mantener el equilibrio, pero era casi imposible. Todo me daba vueltas.
Las piernas me temblaban, lograba ver mi espalda, mi torso, mi rostro y cabello.
Estaba en todas partes. Reflejada. Una pequeña ráfaga de luz dorada brilló en mi cuello y la gota dorada vibró al tiempo, dejando que viese cómo mis venas latían entre las luces doradas. El poder… aquel poder que vivía en mí. Se escurrió por mi cuerpo y dejó que su luz viajase por cada punto, dejando su marca. La frescura del mar estaba ahí, pero los monstruos dentro de él bailaron con gusto, esperando salir.
Sin saber qué hacer, toqué mi rostro, estupefacta.
Por última vez, limpié las lágrimas que no quería seguir soltando. Repuse mi postura y empecé a caminar por el camino en el que me seguía viendo a mí misma, escuchando, de repente, no solo mi propia vez entre gritos, lágrimas, risas y demás, sino la de mi madre, la de Kayne, la de mi padre y mi hermana.
Me detuve.
Ya no era tristeza lo que me invadía. Era impotencia. El destello en mi cuerpo pestañeó, como un rugido poderoso. Todo en mi interior soltó una luz. Vi cómo los miroir consumían a cada ser humano a su paso y así mismo a mi familia.
Cerré mi mano en un puño y vi en otro reflejo el cofre. Y vi… vi que se abría sin que mis manos lo tocaran. Vi que las marcas en él eran la historia, parte de un tratado. Se había abierto, no por mí, sino porque era el momento de que ellos se revelasen ante el mundo.
“Deber generacional” pareció que me susurraban. “El caos no llegó por tú curiosidad sino por la luz que hay en ti” Las palabras chocaron contra mí, como una ensordecedora melodía.
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Editado: 11.07.2020