La lluvia no amainaba. Cada gota que golpeaba el adoquín era un recordatorio del portazo que aún resonaba en sus oídos, mezclado con el llanto desconsolado de Mía. Milena caminaba a trompicones, abrazando a su hija con una fuerza desesperada, como si temiera que el viento helado se la arrebatara. Las luces de las majestuosas mansiones del distrito parpadeaban entre la cortina de agua, burlándose de su miseria con su calidez inalcanzable.
—Shhh, mi amor, shhh —murmuraba contra la orejita minúscula de la bebé, su voz un temblor que nada tenía que ver con el frío—. Mamá está aquí. No te soltaré. Nunca.
Pero las palabras se ahogaban en su garganta. ¿Dónde ir? No tenía un céntimo. Clara ya no podía ayudarla. El comedor social más cercano estaba a kilómetros de distancia, en una parte de la ciudad a la que no llegaría ni aunque lograra caminar toda la noche. La desesperación, fría y pegajosa, comenzó a trepar por su espina dorsal, más paralizante que el agua que empapaba sus huesos. Se detuvo, jadeando, apoyando una mano contra la fría piedra de un muro que rodeaba una propiedad particularmente imponente. Las lágrimas, calientes e inútiles, se mezclaban con la lluvia en su rostro.
—No puedo… no puedo más, Mía —susurró, deslizándose por el muro hasta quedar acurrucada en el suelo, bajo la débil protección del dintel de una verja de hierro forjado maciza. Formaba una pequeña cueva de metal y oscuridad. Allí, se encogió sobre sí misma, usando su propio cuerpo como un escudo contra el viento para su hija. El pequeño cuerpo de Mía se estremecía de frío entre sus brazos, y su llanto se había convertido en un quejido débil y aterrador. El pánico, puro y crudo, le cerró la garganta a Milena. —Estamos solas. Y vamos a morir aquí.
El rugido de un motor potente y suave cortó la monotonía del aguacero. Un haz de luz barrió la calle, iluminando por un segundo su refugio miserable. Milena apretó los ojos, esperando que el coche pasara de largo, sumergiéndola de nuevo en la anónima oscuridad. Pero el sonido del motor cambió, se hizo más lento, y luego cesó.
El silencio que dejó fue tan abrupto como el ruido. Solo la lluvia. Y luego, el clic nítido de la apertura de una puerta de automóvil.
Milena se encogió aún más, haciendo de sí misma una diana más pequeña. —Por favor, que se vayan. Por favor, no me vean. Pero unos zapatos de cuero impecable, que ya se estaban manchando de agua y lodo, aparecieron en su limitado campo de visión. Siguió la línea de los pantalones perfectamente planchados, la gabardina cara, y finalmente, un rostro.
No era el rostro de un hombre joven, pero tampoco viejo. Marcado por la autoridad y una vida libre de las preocupaciones que ella cargaba. Sus ojos, oscuros y analíticos, no mostraban lástima. Mostraban… evaluación. Curiosidad. Como si se encontrara ante un problema logístico inesperado.
—¿Necesita ayuda? —La voz era más suave de lo que ella habría esperado de un hombre con esa presencia, pero tenía una cualidad seca, profesional, que no invitaba a la confianza.
Milena, instintivamente, apretó a Mía contra su pecho. El movimiento hizo que la delgada manta se desplazara, revelando por un instante el rostro enrojecido y contraído de la bebé.
—No… —logró farfullar, su voz un chirrido áspero—. Estoy… estoy bien. Solo estoy descansando.
El hombre, Sebastián Valente, no se inmutó. Sus ojos se posaron en el bulto que ella protegía con ferocidad, luego en sus zapatos rotos, en su vestido empapado que delataba su delgadez.
—Claro que no —repitió él, con una firmeza que no dejaba lugar a réplica, pero carente de la dureza iracunda de su padre—. No se puede quedar aquí. Hace demasiado frío. —Hizo una pausa, y su mirada se encontró con la de ella. Vio el pánico, sí, pero también vio el destello feroz de una madre defendiendo a su cría. Algo se movió en él, algo que no era caridad, sino un reconocimiento extraño, casi instintivo, de un tipo de fuerza que él valoraba.— La bebé… no puede aguantar esto.
—No es asunto suyo —replicó Elena, con una fiereza que la sorprendió a ella misma, el último vestigio de su orgullo—. Déjenos en paz.
Sebastián no retrocedió. En cambio, se agachó ligeramente, igualando su altura. Bajo la sombrilla que su chófer sostenía impertérrito, formaban un cuadro surrealista: la opulencia y la miseria, separadas por apenas un metro de adoquines mojados.
—Mire —dijo, y su tono cambió ligeramente, se volvió más práctico, como si estuviera proponiendo un trato—. La hipotermia no distingue entre asuntos propios y ajenos. Usted es joven, puede que resista. Ella no. —Señaló con un leve movimiento de cabeza a Mía, cuyo quejido era cada vez más débil—. Es una cuestión de lógica, no de caridad. Suba al coche.
La desconfianza de Lena luchó una batalla feroz y rápida contra el terror visceral que le inspiraba el bienestar de su hija. ¿Quién era este hombre? ¿Adónde querría llevarlas? Las historias de horror sobre mujeres en su situación le pasaron por la mente como un rayo. Pero luego miró a Mía, cuyo pequeño cuerpo se estremecía de forma alarmante, y supo, con un clarity aterrador, que el mayor peligro no era el hombre del traje impecable, sino la noche helada.
La supervivencia de su hija pudo más.
Con un temblor que ya no podía controlar, asintió, una sola vez, brusca, incapaz de articular palabra.
Sebastián se enderezó. —Bien. —Fue una orden, no una celebración.
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Editado: 10.09.2025