Siempre ha sido de mi deslumbrante interés el saber por qué, una mujer no es considerada apta o beneficiosa en todas aquellas actividades y costumbres que realizan los hombres. ¿Por qué son, o somos consideradas una especie débil y voluble ante cualquier circunstancia? ¿Por qué no podemos levantar la voz para ser una líder? ¿Por qué debemos conformarnos con estar detrás de la sombra de una figura masculina?
Son cuestionamientos que, a lo largo de los años, hemos tenido que reprimir para no brotar la ira del sexo masculino. Porque para ello, si somos peligrosas; para tentar a la creación divina y perfecta de Dios.
Lo hemos hecho desde tiempo bíblicos según la cultura occidental. La creación de Dios es el hombre, es Adán, y Eva es creada de la costilla de este; el pecado original es culpa de Eva. Eso establece la presunción de que el hombre debe ser el que manda y si dejan que las mujeres tengamos un poco de poder, sucederán cosas malas. Por eso, con mi corta edad y una mente llena de mucha información gracias a libros proscritos; he llegado a la conclusión de que, a la mujer se debe mantener a raya porque, si luego da un paso adelante e intenta mandar, no solo no podrá liderar en un campo de batalla, sino que ocurrirá algo antinatural, alarmante y potencialmente monstruoso al desvariar la creación de Dios y colocar a una mujer al mando.
No hay peor miedo para aquel que opresa, que el débil encuentre fortaleza y levante la voz.
* * *
Deslizo la cortina espesa y maltratada por los años, de forma lateral de la ventana para lograr ver hacia el exterior de la torre rocosa y fria. Observo como Benjamin Burks, lleva a cabo su práctica de combate con espadas junto a varios oficiales y soldados Druseoneanos. Me cautiva la agilidad que tiene de responder a cada ataque, movimiento y giro; es uno de los mejores y por algo es el próximo en lista para ser capitán del reino de Druseon.
Me alejo de la ventana al escuchar las campanas del reino, anunciando que la aguja mayor del reloj marca las cinco de la tarde, por ende, debo volver a palacio. Salgo rápidamente de aquel lugar en ruinas y me escabullo por una pequeña puerta secreta que solo yo conozco desde que aprendí como escaparme para venir a ver los entrenamientos del ejército de Druseon.
Tomo el borde de mi molesto vestido con mis manos y lo alzo para poder correr entre el pastizal y llegar hasta Erva; mi gran compañera y cómplice de mis desobediencias. O como comúnmente la llaman, una yegua.
Relincha al verme y llevo una mano a su hocico para callarla mientras me coloco de puntillas.
—Calla, que nos pueden ver. —Exijo como si mi lenguaje ella fuese a entenderlo.
Quito el amarre de las riendas que yo misma hice en una estaca clavada al suelo, para que Erva no se escapara en mi ausencia. Tomo impulso de las riendas y subo al lomo de ella, acomodo mi vestido en un movimiento brusco y doy el indicativo con un leve grito para que avance. Galopa a velocidad y sostengo de las riendas con mi mano en puño.
Nos adentramos en el bosque Horsrock Covert como atajo para llegar más rápido a palacio. Efectivamente, a pocos minutos llegamos, pero por obvias razones no hacemos una entrada descarada por el frente. Hago que Erva nos introduzca por una cueva subterránea que funciona como escondite para la familia real, cuando hay atentados. Lo cual, casi nunca ocurre en nuestra nación.
Me bajo del lomo de Erva y al pisar el suelo, halo por la cuerda de cuero y nos dirijo cuidadosamente hacia las caballerizas. Dejo a mi fiel compañera en lo que lo llaman su lugar, pero yo lo denomino encierro. Optó por una actitud natural y un gesto indescriptible; doncellas y demás personas del servicio se cruzan conmigo cuando entro por la puerta trasera de la cocina.
Nadie dice nada. Nadie me mira directamente. Voy con el mentón en alto y las manos detrás de mi espalda.
Sigo hasta los inmensos y extravagantes pasillos del palacio, paso por delante de la oficina de mi padre y escucho murmullos varoniles. No me detengo y me encierro en mi habitación que queda en el segundo piso. Cierro la puerta detrás de mí y sonrío campante.
—Una vez más, nadie me vio.
Digo para misma. La dicha y satisfacción se borra en escasos segundo al girar sobre mis talones, y encontrarme con el rostro de quién siempre tiene los ojos puestos en los movimientos de todos los habitantes en este palacio.
Anton Delannoy; el asistente real de la reina y algo así como mi cuidador. Un hombre caucásico en sus cuarenta, cabellera rizada rubia y nariz respingada.
—Alteza. —habla con voz pacífica y semblante neutro. Su posición es muy similar a la que venía adoptando al llegar a palacio.
Mentón en alto y manos en la espalda.
Me acerco con tan solo dos pasos al frente e inocencia llenando mi aura.
—Anton. —vocifero con su misma calma.
—La reina ha estado preguntando por su paradero la última hora. ¿Quiere decirme usted dónde se encontraba, alteza? —ahora es él quien da dos pasos hacia mí.
—En mis tutorías, Anton. —hago un asentamiento de cabeza. Lo rodeo y me dirijo a mi cama.
—¿Y luego?
—A la biblioteca. —miento con facilidad.
—Ha ido sin informarle a los reyes, y sin guardias. —me siento en la esquina de mi cama sin dejar de oír al molesto hombre que mide mis pasos.
—No hacía falta.
—Si lo reyes se enteran...
—¿De qué fui a la biblioteca? No veo la falta en ello. —me adelanto a decir. Él sigue de espaldas a mí, pero eso acaba cuando de nuevo me habla.
—Usted no fue a la biblioteca, su alteza.