Reina Efímera

Demencia

Caminé muy pensativa hasta a la habitación, pero me detuve en la entrada al ver la puerta medio abierta. Recordaba claramente haberla dejado cerrada. Me asomé al quicio sin hacer ruido. Mi calma se azoró al ver a Inés hurgando las cosas que Jon había dejado sobre la mesa. No me contuve, empujé la puerta para entrar.

― ¿Qué se supone que haces? 

Al escuchar mi voz alzada y adusta, se quedó atónita, dejó lo que hacía. Respiró profundamente clavándome la vista como retomando ideas.

―Pues limpio, quiero ser agradable.

―Mientes. ¿Qué es lo que buscas?

―Ya te lo dije, intentaba ordenar, si no te parece entiendo. 

Se hizo la desentendida pasando a mí lado.

―No, no me parece, no quiero tu gentileza. Jon sabrá lo que hacías.                Pude decírselo antes que se marchara, justo en la entrada se volvió a mí, me mostró su irónica sonrisa y se marchó de la habitación.

Logró que esa sonrisa me crispara los nervios, la seguí, pero iba ya llegando al final del estrecho y corto pasillo. Tomé el saco en brazos y sellé la entrada de un portazo.

Dejé caer todo lo que contenía el fardel sobre la cama. Me sorprendió ver varios vestidos y calzado, jamás lo habría imaginado. Todos sencillos, de mi talla. Al ponérmelos se ajustaban perfectamente. 

Mis zapatos estaban llenos de lodo, había caminado mucho y me sentía sucia. Era primordial lavarme antes de usar ropa y zapatos limpios. Había pasado ya un día y aún tenía el ridículo camisón puesto. De repente alguien tocó la puerta.

―Adelante. 

Con aire ausente, Jon ingresó a la habitación. Ni siquiera se volteó para verme. Se acercó a la mesa que estaba al lado de la cama. Con calma se quitó el gabán y lo dejó sobre la mesa donde ya había varias cosas, resaltaba mucho una espada envainada de color plateado. Fue un vistazo, pero fingí no haber visto nada. Con rapidez volví a colocar lo que no usaría dentro del saco, pero la calma no volvió a mí. Mi corazón siguió retozando en mi pecho y mis manos se volvieron temblorosas.

Quise contener lo que me pasaba para que él no lo notara. Quedé en silencio, sin moverme durante un momento. Al buscarlo con la vista, se había ido.

Sobre la mesa miré varios paños de algodón junto a la espada; bien acomodados uno sobre otro. Me animó darme cuenta que podría usarlos para llevar a cabo mi intensión de asearme, pero tal entusiasmo se desapareció al notar que no tenía idea de dónde hacerlo ni cómo; en mi hogar lo tendría listo con ayuda de las mozas. Pensando en ello, dejé la habitación. Me encaminé a la cocina.

―Hola, Ana.

Me encontré con Doña Marcela, que al parecer cocinaba.

―Hola. Disculpe, ¿sabe usted donde puedo asearme? ―  Pregunté, sin evitar hacerlo con cierto retraimiento.

Sonrió al escuchar mi voz que revelaba mi pusilanimidad.

― Sí, querida. Hay una bañera y un poco de agua al lado de la habitación de mi nieta. Es allá, si necesitas agua caliente por favor me dices― Indicó, señalando hacia las habitaciones.

―Por supuesto, gracias.

Sin dudarlo, me aventuré a algo que jamás había hecho sola. Tal como me indicó, al lado de la habitación de Inés había una más pequeña con cortinas. Al cerciorarme que nadie de afuera pudiera verme, me desvestí, me deshice de mi blusón y mi viejo camisón, la capa y los zapatos llenos de lodo. Me cubrí con la tela, para no estar completamente desvestida; tenía que cerciorarme que el agua no estuviera muy fría en la bañera. Aparté otro cortinaje bruscamente, pero había alguien.

Mis ojos se perdieron en su espalda desnuda perfecta, el cabello le llegaba casi a los hombros, sus brazos anchos se enmarcaban más de lo imaginable ceñidos espléndidamente con la fuerza que ya sospechaba, sus manos grandes se posaban en su cabeza; al parecer quitando el exceso de agua de su cabello oscuro.

Se dio la vuelta, y me quedé petrificada al notar lo alto que era en verdad sin calzado. Su torso fornido con juegos de músculos firmes como lo es una escultura de piedra llegaban a mi cara; con su abdomen enmarcado firme y liso. Por suerte tenía también algo cubriendo su entrepierna, empezaba por debajo de su ombligo abrazando su cintura hasta media pierna. Su piel se veía sedosa a causa del agua.

Lo vi con curiosidad perversa hasta los pies y mi mirada volvió a subir del mismo modo, tenía la boca abierta sin poder cerrarla. Al llegar mi repaso a su rostro, su intensa mirada claramente expresaba molestia y un cierto enfado.

― ¿No le ha dicho su padre que es de mala educación andar espiando?

Me quedé atónita, sin poder contestarle. Estaba estupefacta; no sabía si ante la maravilla de mirar a un hombre casi al descubierto y perfecto o por la verdadera preocupación de haberlo hecho espontáneamente.

―Jon, no sabía que estaba aquí. En ningún momento quise espiarlo, se lo aseguro. ―Confesé mientras mi voz temblaba como una hoja ante el viento.

Su rostro una vez más serio con esa frialdad tan sólo suya, no respondió nada, se pasó al lado. Me sentía muy confundida, sobre todo al ver que el agua en la tina no se había usado. No fui capaz de verle de nuevo a los ojos. Pero estaba segura que había salido del estrecho lugar. Junté el cortinaje y sin mirar atrás me metí en la bañera.




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