Reina Efímera

Con cuidado

Acostumbrada a que mi vida siempre mantuviera lo mismo de siempre, servida y educada para ser noble, jamás hubiera imaginado que estaría lejos de mi hogar; de los muros que resguardaban mi curiosidad y me protegían de lo desconocido.

Todo aquello que desprecié y me causó desagrado de efectuar por sí misma, se había convertido en mi propio entorno en un abrir y cerrar de ojos. No me parecía tan desagradable, tenía para mí la libertad de pensar por sí misma y confieso que parte de todo podía ser tolerable gracias a la presencia de Jon.

No quise salir de la habitación tan pronto. Temía que él creyera que mi intención era seguir sus pasos. Miraba atentamente la ventana, los rayos del sol bañaban con su luz llena de vida todo el interior de la habitación.

Usé otro vestido y con mis dedos medio peiné mis cabellos. Fui a la cocina, viendo que Doña Marcela ya cocinaba. El aroma de la fritada que preparaba despertó mi apetito. Se volvió a mí, su sonrisa arrugó las comisuras de sus labios. Verla me recordó a mi querida Sarbelia.

―Ana, hoy has despertado muy temprano.

Me acerqué a ella, con gesto alegre.

―Sí. creo que es bueno apreciar la hermosa mañana.

Asintió con la cabeza manteniendo la amplia sonrisa.

Si hubiera sido sincera habría dicho que vivir ahí contribuía a que le diera tanta importancia a un amanecer.

La veía ocupada buscando algo con la mirada. Quise ofrecerle mi ayuda, pero no supe cómo o de qué modo hacerlo.

―Ana disculpa mi atrevimiento, ¿podrías ir por unos huevos a la granja? 

Me agradó que adivinara mi intensión.

―Por supuesto que sí. En seguida, regreso.

Del otro lado del fogón, sobre un anaquel miré un cesto. Lo tomé sin pensarlo, di media vuelta en dirección a la granja. Conocía que usando la vereda al rincón del árbol frutal evitaba mancharme los zapatos con lodo. Rodeé el granero y al escuchar voces, me quedé tras el pórtico. Me aturdí, no supe si era mejor ingresar, o volver.

― ¿Otra vez Inés? 

Reconocí una voz varonil, parecía irritado al hablar.

―No sé porque dices eso―Contestó una mujer alterada.

―No puedo creer que sigas con eso. Si no cambias de actitud Inés, no me queda más remedio que pedirle a Jon que interceda.

Con cautela asomé mi cabeza tras el ancho portón de madera. Miré a Joaquín y a su hermana. La cara de Inés de pronto palideció y su mirada se volvió agónica.

―Ya no sé cómo hacer para que lo entiendas. ¿No has pensado que eso puede volverse contra ti? Quiero evitarte algo grave, así que…

― ¡No! Sé que no te agrada, Joaquín, pero te juro que no es nada malo sólo intento protegernos.

Joaquín apretó la mandíbula inconforme ante su respuesta.

― No, Inés, no te creo. Lo siento, pero no encubriré más algo tan…

Con lágrimas en los ojos, casi se arrodilló ante él.

―Lo siento, Joaquín. Por favor, no le digas nada a él, no seguiré más con esto. Te lo ruego.

Su voz suplicante de algún modo afectó a Joaquín. La rodeó con sus brazos y le dio un beso en la frente, ayudándola a ponerse de pie.

―De acuerdo, Inés. Te recuerdo que, si se da una próxima vez, no me tomaré la molestia de consultártelo. Él seguramente hablará contigo.

Aprecié un profundo sentimiento de melancolía al notar un verdadero cariño y apoyo entre ambos. Nunca tuve hermanas o hermanos.

― ¿No le han dicho que es de muy mal gusto escuchar conversaciones ajenas?

Me estremecí de pies a cabeza al escuchar en murmullos su voz. Me volví a él, discretamente.

―Lo sé. Vine por algo que me pidieron, pero creo que no se podrá… ― Respondí, lo más quedito que pude.

Observó la canasta en mis manos. 

―Venga conmigo.

Me desconcertó su mandato. No alegué en lo absoluto, sólo lo seguí. Me llevó al granero. De un saco, tomó un puñado de semillas de centeno.

Volvimos a la granja, Inés y Joaquín se habían marchado. Nos acercamos a los gallineros. Dio los granos a las gallinas mientras tomaba los huevos, y repitió el mismo proceso con todas las demás hasta terminar. Avistaba el cesto con todos los huevos recolectados, impactada.

―Bien, ahora ya sabe cómo.

Se la recibí con los ojos muy abiertos. 

―Ah, por cierto, espero no encontrarla espiando. ¡Qué manías las suyas! ―Agregó.

No pude contener una sonrisa, me resultó gracioso que me hallara supuestamente husmeando. Además, le agradecía su intercesión sin su ayuda seguramente se habrían enterado Joaquín e Inés que me hallaba allí, escuchándoles.

Volví a la cocina dejando el cesto sobre la mesa. Inés ayudaba también a preparar el desayuno. La mirada de Doña Marcela se fijó en mí.

―Gracias Ana. 

Inés mostró un gesto de disgusto al tomar el cesto, evité mirarla. Me dirigí al patio de nuevo, sabía que, si estaba allí, sólo lograría algún inconveniente para Doña Marcela en vez de ayudarle.




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