La mañana estaba cálida y una suave brisa se colaba por la ventana remendada de la pequeña alcoba de Maya. Llevaba más de media hora de estar despierta viendo como asomaba el amanecer desde su ventana. Sobre su cama, perfectamente doblado, reposaba un vestido tejido en lana, de color beige, con mangas ajustadas que llegaban hasta sus muñecas y tenía un escote discreto que por el grosor de la tela hacía ver sus pechos más grandes de lo que eran en realidad.
La prenda había pertenecido hace un tiempo a su madre por lo que los años ya le habían pasado factura, sin embargo, era el vestido más elegante que tenía, sin contar el que Theo le había obsequiado en su cumpleaños pasado, el cual no pensaba utilizar para la ocasión.
Maya aun no lograba tener una sensación clara respecto a todo lo que estaba ocurriendo, la noche anterior luego que su madre se fuera a hablar con Aitana, Maya le había contado a Theo como las criaturas del bosque la habían ayudado a pasar la primera prueba, y de paso lo puso al día sobre el origen de su madre, cosa que no había tenido tiempo de hacer y casi hizo que Theodore se atragantara con su propia saliva.
Ahora con el alba ya en lo alto, Maya se deslizó con delicadeza de su cama y tomó el vestido de su madre entre las manos. La pieza cayó con soltura y la chica se permitió apreciarlo mejor. Se notaba que en algún momento había sido realmente hermoso, aun guardaba pequeños detalles de bordado que demostraban que además, también había sido obra de su madre.
Devolvió la prenda a su lugar y tomó todo lo necesario antes de salir con sigilo de su habitación para dirigirse hacía el pequeño baño que se encontraba entre su alcoba y la de María. Procuró hacer el mínimo ruido al ingresar en la angosta habitación y cerrar la puerta tras ella. El baño no era más que un minúsculo callejón, con un pequeño lavamanos coronado con un espejo que había visto tiempos mejores, un retrete y una bañera; en la cual ni ella o su madre lograban entrar del todo.
Maya dejó salir un suspiro de sus labios y con delicadeza soltó la tela que sostenía su camisón, permitiendo así que este resbalara libre por su cuerpo hasta acabar a sus pies. Su rostro se dirigió hacía el espejo frente a ella y sus ojos se dedicaron a detallar la imagen que le devolvía la mirada: labios carnosos, nariz respingada y pequeña, ojos grandes y coloridos… Todo lo que estaba viendo lo conocía a la perfección y aun así era como si no se conociera en absoluto, no podía sacarse de adentro la sensación de que nada de lo que creía saber sobre ella era verdad.
Terminando de desvestirse, abrió el grifo de la tina y dejó que el sonido del agua invadiera la estancia antes de tomar sus sales caseras e introducirse en la bañera.
Cuarenta minutos después, ya se encontraba aseada, vestida y lista para salir hacía el muelle, donde el barco asignado por los dioses llevará a los vencedores a Atland. Un golpe en la puerta de su habitación la hizo girar justo cuando esta se abría y la silueta de María perfectamente arreglada con un vestido blanco y el cabello sujeto en su nuca, se vislumbraba en el umbral.
La mujer no había dicho una sola palabra, sus ojos estaban detallando minuciosamente a Maya reparando una y otra vez en el vestido que llevaba puesto. Maya podía notar las emociones de su madre chocar en todo su rostro y de alguna manera, las podía sentir. En un parpadeo, María llegó hasta donde se encontraba y empezó a pasar sus manos por la tela del vestido alisando los pliegues, los cuales se encontraban perfectamente ordenados.
Maya interceptó las manos de María y le dió un ligero apretón que hizo a la mujer clavar sus ojos azules en ella. Antes que la chica pudiese siquiera abrir la boca, ya se encontraba envuelta en un abrazo, rodeada por los brazos de su madre.
— Debes prometerme que vas a cuidarte, Maya — La voz de María había perdido toda la determinación y estabilidad de la noche anterior y ahora, un ligero temblor vibraba en sus palabras.
— Por supuesto que lo haré, madre — Maya enterró su rostro en el hueco del cuello de María y se permitió abrazar como cuando era una niña temiendo a los monstruos del pantano.
Dos golpes secos provenientes de la puerta principal hicieron que ambas mujeres se separaran. María le dedicó una sonrisa antes de salir de la alcoba para abrir la puerta. Maya dejó salir un suspiro de sus labios y se miró por última vez en el espejo de su alcoba detallando cada ángulo de su rostro, peinando los cabellos rebeldes que luchaban por escapar de su larga trenza y finalmente alisando su falda perfectamente plisada para luego inclinarse para tomar la bolsa que la noche anterior había armado con sus pertenencias.
En la sala se encontraba su madre junto a Theo quien, para total sorpresa de Maya, estaba acompañado por Aitana, y sus dos pequeños hermanos: Tomás y Lucas. Este último corrió directo hacia ella y se abalanzó con los brazos abiertos para que Maya lo alzara en brazos.
— Hey ¿Cómo estás, pequeño revoltoso? — Maya alzó al pequeño y pasó una de sus manos por su cabello con cariño.
— ¡Que me despeinas! — El niño tenía el ceño fruncido en una mueca de indignación que a Maya le parecía adorable.
— De acuerdo, tranquilo fiera.
El niño dejó salir un poco la risa antes de bajarse de los brazos de Maya. Por su mirada, ella sabía que estaba a punto de decirle algo más.