14 de Mortel, año 554
Cuando Ilias Basilev estuvo de pie frente al patíbulo, sintió que su cuerpo fue un pozo vacío, recorrido por los ecos de la muerte que reverberaban con una letanía siniestra.
La tarde fue un destello gris que caía sobre la plaza rodeada de edificios desmoronados y otros cuantos aun en pie, las negras calles serpenteaban entrecortadas y una buena cantidad de gente se había apiñado alrededor de ella, en donde el patíbulo se alzaba con una aura mortífera y palpitante. En el centro yacía un gran brasero, del que brotaba un robusto pilar de hierro que se erguía tan alto como un edificio y de él, colgaban cuatro pares de cadenas. Ilias lo observó; recordaba como él mismo, en el pasado, había incinerado a sacerdotes de dioses negros, traidores, conspiradores… Los había viso morir y ahora, todos lo verían morir a él.
Esperó hasta que los guardias que lo custodiaban lo arrastraran por los escalones, rumbo al centro del patíbulo, mientras todas las miradas estaban puestas en él. Sus pies desnudos se deslizaron sobre la piedra del suelo, manchada de humo y sangre, y estaba fría, tan fría como si anduviese por una plancha de hielo. La presión de las cuerdas en sus muñecas le provocaban jirones de piel y sangre, las ropas sucias y húmedas que llevaba puestas desde hacía varios días se habían adherido a su piel como una mugre, el frío y el hambre que había tenido que pasar… Le pareció poco, muy poco comparado con todo lo que había tenido que soportar en su vida, y la muerte le pareció poco castigo para lo que había hecho.
Vio muchos rostros conocidos cerca del patíbulo, varios miembros de la corte que habían sido sus amigos, algunos de los guerreros más destacados que habían formado parte de sus filas, a Olmund, el muchacho inquieto que se había auto declarado su aprendiz hacía dos años también estaba ahí, sin atreverse a alzar la mirada y ver a lo que su maestro estaba a punto de someterse. Ilias había admirado al chico, su talento para aprender de prisa las artes arcanas era increíble, mucho más que el suyo cuando apenas era un estudiante novato de la Academia de Magia. Sintió pena por un momento, pena por haber defraudado a Olmund pero, los recuerdos de los recientes acontecimientos que lo habían llevado al matadero, le nublaron la mente, y su cuerpo volvió a ser como un pozo vacío.
Después de quitarle la soga de las muñecas, Ilias fue entregado a los Asteryon, esos increíbles guerreros mágicos de armadura radiante y plateada, portando espadas bendecidas por los Ocho Ancestros. Hacía algún tiempo, Ilias había sido uno de ellos, hacía algún tiempo había sido respetado y temido, ahora ellos, los Asteryon, estaban a punto de darle muerte.
– Ilias Basilev, capitán de la Legión de los Asteryon, te sentencio a muerte en nombre del rey y la iglesia, como consecuencia de tus actos profanos en esta tierra – Derian Valhakar, Paladín de la Orden de los Asteryon, había subido al patíbulo, irguiéndose recto frente a Ilias, que yacía atado al pilar de hierro, totalmente rodeado e inmovilizado por las cadenas. Derian portaba una antorcha de cristal negro. Ilias se estremeció; sabía lo gélida que era al tacto – Tienes derecho a expresar tus últimos pensamientos – los ojos de Derian se tornaron más oscuros que de costumbre, y a Ilias le pareció que estaba más que complacido de ser él quien arrebatara su vida. Tampoco es que los dos hayan sido grandes amigos. Una delicada cortina de fuego brotó de la mano de Derian, subió a lo largo de la antorcha, envolviéndola con suaves giros hasta que, una llama rojiza estalló con sutileza entre los picos de cristal.
Hacía algún tiempo, Ilias había liberado a todos de la maldición que había azotado al reino de Velnazthir durante doscientos años, la Guerra Negra había llegado a su fin… Y pensándolo mejor, Ilias se dio cuenta que eso había sucedido apenas hacía algunos días, días en los que muchos se preguntaron si había sido un héroe o un traidor de la iglesia… Ilias también se había hecho esa pregunta más de una vez. Pero él mismo se sentía un ser despreciable, había perdido lo que más quería en la vida a cambio de una paz temporal… Definitivamente, un precio poco razonable.
– Nadie está a salvo – Ilias se sorprendió de lo ajena que le sonó su propia voz y tan baja, que solo Derian y los Asteryon que lo rodeaban fueron capaces de oír.
Derian le miró, con un brillo siniestro en los ojos.
– ¿Es todo?
– Nadie está a salvo – repitió, esta vez más fuerte, a la vez que sus ojos, azules como dos mares en tormenta, se revolvían en una sombra extraña.
Entre la multitud se escuchó un murmullo. Ilias desvió la mirada y sus ojos se encontraron con los de Daenna, apostada al frente de una fila de guardias. Su cabello rojo resaltaba en aquel aro de luz gris que inundaba la plaza. Ella le sostuvo la mirada mientras descansaba su mano enguantada en la empuñadura de su espada, y luego sus ojos huyeron, y sus labios fueron una delgada línea en tensión.