(Un hombre mayor hablando con su ayudante más joven quien está anotándolo todo en su libreta)
Anótalo, él nunca sale. Robin es un joven que está todo el tiempo que tiene libre en su casa. Desde que su novia lo dejó no quiere conocer a ninguna persona, hombre o mujer. Su tío y un amigo lo invitan al antro por la noche, tienen una invitación extra y mediante súplicas lo convencen de ir.
Llega al lugar con mala cara y observa a todos despectivamente. Enseguida pierde de vista a sus parientes buscando el modo de regresar a su casa.
El dueño del antro entra al lugar porque es fin de mes y es día de recoger el dinero. Robin se lo topa en un pasillo y vuelca su bebida sobre ambos.
—¿Qué haces? —Robin se moja la ropa con la bebida derramada— ¿Qué me ves?—se queja con el hombre.
—Mis disculpas, permítame ayudarlo.
—¡Págame por tu descuido!
—Eso haré. Sígame, por favor.
El dueño comienza a caminar hacia el final del pasillo donde están en ese momento.
—¿Es esto una broma? ¡Aquí no hay más que una vitrina iluminada con botellas de whisky viejas! —se queja Robin al llegar al final mientras sacude su camisa empapada.
El pasillo está tenuemente iluminado por luces amarillas de tubo.
El dueño presiona un interruptor a un lado de la vitrina y una pared los encierra en un espacio de dos por dos metros, enseguida presiona un botón en el otro lado de la vitrina y esta gira dándoles paso a un espacio mucho mayor y mejor iluminado.
—¡Bienvenido! —toma lo que gustes— dice el dueño abriendo sus brazos y dejando que Robin observe el lugar.
Diez metros, ¡no!, veinte metros de largo y ancho, es lo que ese espacio mide.
Robin abre la boca y no la cierra por un minuto, no, eso es demasiado, anota: por diez segundos.
Robin ve un espejo imposible en lo que ese antro es, porque refleja cosas que no están allí. Pero eso no le importa, él quiere saber quién es el hombre antes de tomar algo de él.
En esa gran habitación hay; hacia la derecha, dividida por paredes de bambú: una mesa de billar, una barra con alcohol, sillones dispuestos delante de mesas con cajas metálicas encima con cucharas y mecheros, además de pipas y encendedores. De ese lado la iluminación es roja y amarilla, no son focos lo que las iluminan, sino lámparas en los techos. A la izquierda la comida, bocadillos y bebidas frías, mesas para jugar cartas y una librería. Y más cerca, perchas con ropa nueva.
—¿Qué es esto?
—Mi espacio de recreación.
—¿Quién eres?
—Camilo Fuentes, el dueño de este antro —dice y se acerca a Robin— ¿No me dirás tu nombre?
—E... e... es... es Robin —dice al cabo de repetidos balbuceos.
Robin recuerda lo mal que le había hablado y lo fácil que se dejó guiar hasta allí. —¿Qué? ¿Ya no vas a gritarme? —Camilo acerca su mano para tocarle el cabello.
—Yo... no, disculpe, no sabía quién era usted.
—Imaginé eso, no tenías porqué saberlo. ¿Qué harás con tu ropa? —le dice Camilo tocándole el pecho— Mírate... Estás mojado.
—Es verdad, pero ya no necesito cambiarme —traga saliva, y retrocede un paso bruscamente, se topa con la mesa ratona detrás de él y pierde el equilibrio.
Camilo lo sostiene de la cintura evitando su caída.
—¿Por qué me temes? ¿Dónde está tu ira de hace unos minutos?
—Todo fue mi culpa, iré a casa.
Aun con la mano en la cintura de Robin, Camilo continúa mirándolo. Observa en sus ojos y ve miedo y curiosidad, y el modo en que le habla y su respiración añaden un condimento mayor al hambre que le está despertando.
Robin se remueve en su lugar y le coloca una mano en el pecho para alejarlo. Está muy cerca, mira su cabello negro, el cual lleva peinado hacia atrás, baja la mirada y la detiene sobre la línea de su cuello, siguiendo el recorrido hasta su clavícula y su camisa abierta y ... Se sobresalta al darse cuenta de lo que hace. ¡Admiraba el cuerpo de ese hombre descaradamente! ¿Qué pensaría si lo descubriera?
—¿No te ibas? —le dice sin soltarlo.
—Sí... ¡Ábreme la puerta, por favor!
—Está bien, puedes irte. ¿Volverás a fin de mes?
—¿Fin de mes?
—Es la única fecha en la que vengo —le dice y presiona el interruptor para dejarlo salir— Sayonara, Robin...
Robin no voltea a verlo. Camina hacia la salida con prisa y desesperación. Se siente incómodo y pegajoso. Por fuera la ropa le molesta, pero por dentro... ¡Cuántas cosas se mueven y despiertan! Corre hacia su apartamento a un par de manzanas. Enseguida se ducha y se acuesta.
Exaltado y nervioso se despierta al otro día. Da un salto al recordar la noche anterior, va al baño y comprueba lo de la ropa mojada, su camisa y pantalón apestan a alcohol, y a algo más, un perfume particular. ¡El de ese hombre!