Nunca imaginé que un trabajo temporal cambiaría mi vida. Me ofrecieron el puesto en una agencia de niñeras con urgencia, casi por accidente. "Dos niños pequeños, casa privada, alojamiento incluido. Viudo. Reservado." Me habían dicho que el padre era exigente. Frío. Intimidante. Y que nadie duraba más de una semana.
Yo necesitaba el trabajo. No estaba en posición de tener miedo.
La primera vez que lo vi, sentí un peso en el pecho. Alexander Dorian tenía una presencia que llenaba la habitación sin esfuerzo. Su elegancia era glacial, como si el traje de lino oscuro estuviera cosido directamente sobre su piel de mármol. No sonrió. No se levantó. Solo me estudió, como si yo fuera una figura más en su colección de silencios.
Y aun así, me sentí vista. Completamente.
Los niños eran maravillosos. Rotos, como todos los que han perdido demasiado pronto, pero dulces, sensibles. Elliot me vigilaba al principio, como si buscara una razón para no encariñarse. Y Nora… Nora solo necesitaba brazos cálidos por las noches.
Pero la casa… Dios, la casa era una tumba de lujo. Hermosa y helada. Cada habitación parecía construida para recordar a alguien que ya no estaba. Celeste. La esposa perfecta. El amor irremplazable.
Yo no intentaba competir con ella. Solo quería ser una presencia amable. Pero cada vez que Alexander entraba en una habitación donde yo estaba, el aire cambiaba. Se volvía denso, magnético.
Era como si la casa entera respirara con él.
No quería que me viera llorar.
Esa noche, el invernadero se convirtió en mi único refugio. Llevaba días cargando emociones que no me pertenecían: los silencios de Alexander, los recuerdos de Celeste en cada cuadro, los cuchicheos del personal. Y mi propio deseo creciente… por él. Por su voz baja. Por sus manos contenidas. Por lo que me hacía sentir con solo mirarme.
Cuando me agaché para recoger una maceta rota, rompí junto a ella. Fue entonces cuando lo oí.
—¿Todo bien, Srta. Laurent?
Me giré. Su sombra se recortaba contra la puerta de cristal. No me pidió que me calmara. No intentó consolarme como un jefe o como un caballero. Solo me dejó hablar.
—¿Alguna vez sintió que algo hermoso se rompía y no podía evitarlo?
Su silencio fue tan brutal como honesto. Y en ese silencio, entendí: él lo había sentido. Y aún lo sentía cada día.
No sé cuándo se convirtió en algo real.
Quizá fue la noche en que me vio bailando con Nora en la cocina, con harina en el cabello. O cuando me quedé dormida en el sofá con Elliot en brazos, y desperté con una manta cuidadosamente acomodada. O cuando me preguntó, de repente, si alguien me esperaba en otro lugar.
Pero lo supe con certeza la noche de las galletas.
Estaba horneando para los niños cuando lo sentí entrar. No tuve que girarme para saber que me observaba.
—¿Siempre observa así a las personas? —pregunté, sin dejar de mezclar.
—Solo a las que me confunden —respondió.
Ese fue el momento. Nos vimos. Nos vimos de verdad.
Cuando sus dedos tocaron mi mejilla, supe que era una mala idea. Supe que él todavía amaba a una muerta. Que yo era su niñera. Que esto podía acabar con todo.
Y aun así, no me alejé.
Nos besamos como quien cae en un abismo. No fue suave. No fue romántico. Fue necesario.
Los días siguientes fueron una mezcla de pasión contenida y miedo feroz. Él era reservado. Siempre lo había sido. Pero ahora había momentos en los que su mirada me pedía que me quedara, y su cuerpo… bueno, su cuerpo hablaba en un idioma que entendía mejor que cualquier otra cosa.
Me acariciaba como si no mereciera volver a sentir. Como si temiera romperme.
Pero amar a alguien como Alexander Dorian no es fácil. Su duelo era una tercera persona entre nosotros. La sombra de Celeste se sentaba con él a la mesa, dormía entre nosotros por las noches. Él intentaba, lo sé. Y yo también.
—No soy ella —le dije una noche, desnuda en su cama, mientras la lluvia golpeaba el ventanal.
—Lo sé. Por eso te deseo. Porque contigo me siento vivo. No culpable.
Sus palabras me sostuvieron durante semanas.
Pero los niños… ellos no eran idiotas. Elliot lo notó antes que Nora.
—No quiero una mamá nueva —me dijo, mirándome con ojos grandes y tristes.
No supe qué decir al principio. Hasta que lo senté, le tomé la mano, y le hablé desde el único lugar que sabía que entendería: la verdad.
—No quiero ocupar el lugar de tu mamá. Pero si tú quieres, puedo estar. Aquí. Contigo. Con tu hermana. Con ustedes.
No me respondió. Pero esa noche, mientras lo arropaba, tomó mi mano. Y eso fue suficiente.
El día que Alexander me propuso matrimonio fue el primer día que lo vi verdaderamente vulnerable. Estábamos en el jardín, el mismo donde Celeste solía leerles a los niños. Me lo confesó después.
—Ella amaba este lugar. Pensé que si elijo el mismo lugar para empezar contigo, dejo de cargarlo como un final.
Me temblaban las manos cuando me ofreció la caja de terciopelo.
—Quiero una vida contigo, Camille. No porque me falta algo, sino porque contigo… todo respira otra vez.
No lloré. No podía. Solo lo abracé. Como se abraza a alguien que regresó de la muerte.
Hoy, cuando camino por la casa, ya no me parece fría. Las paredes han dejado de hablar de ausencia. La chimenea huele a canela. Los niños ríen. Alexander sonríe más de lo que imagina.
Y yo… yo soy feliz.
No porque lo rescaté. Sino porque, en medio de un invierno que no me pertenecía, me atreví a quedarme hasta ver florecer la primavera.