—Dejé orar, lo sé—cavilé mientras luchaba con el abrazo de la apatía—No quiero hacerlo. Debo, pero no sé por qué no quiero buscarle.
No sabía por qué caía por el precipicio de la indolencia, matando cada parte de mí. Mi entrega en adoración había mermado y no lo comprendía, puesto que hacía una y otra vez el mismo ritual. Al principio, todo parecía perfecto; pero ahora, estaba cambiando. Las continuas luchas, reclamos, inseguridades e imperfecciones me dejaban completamente agotada y creo a estas alturas me cansé de eso. Me levanté de la cama después de tanto meditar lo que me acontecía y fui al salón. Tomé el control remoto de la tele sobre la mesa central, la encendí mientas me sentaba en el sofá. Entonces, escuché una voz ronca, pero sutil en mi oído:
—¿Por qué continuas con vida? ¿Acaso vale la pena vivir con tanto sufrimiento si no eres feliz?
Busqué a mi alrededor el lugar de donde procedía la voz, por supuesto que no encontré a nadie, ya que me encontraba sola en casa. Mis padres todavía a las tres de la tarde se encontraban en su jornada laboral, la cual terminaba hasta las cinco. Quise mover mi moreno y fornido cuerpo, pero yacía paralizado. No respondió a ninguno de los impulsos hechos, empecé a tener miedo.
—¡Oye! Sabes que nadie te valora ni siquiera tus padres e incluso la misma vida es injusta contigo por no darte la belleza que quieres, por qué no vas a la cocina y tomas ese cuchillo. —indicó firmemente mientras que se reflejaba en mi mente la imagen del cuchillo más grande y afilado que teníamos— No te dolerá, no temas.
Guardé silencio antes sus crueles argumentos, lo pensé un rato viendo adentrarse en mi mente a la visión recurrente de la acción a sobrellevar.
—Bueno si dolerá, pero solo un poco—se contradijo con una voz dulce y juguetona.
Inmediatamente la visión se amplió y me vi caminando lentamente hacia la cocina. Tomé de la gaveta de los utensilios, el cuchillo en cuestión y lo coloqué en una de mis muñecas que, con un poco de presión al moverlo, empezó a sangrar. Luego, lo levante y me refleje en el acero manchado de sangre. Podía sentir el dolor de la herida, pero no era nada comparado al dolor que llevaba en el alma. El vacío de no ser lo suficiente buena para nadie ni siquiera para Dios. Y de inmediato, tomé el puñal con la otra mano, se me hacía difícil sujetarlo, pero con éxito pude cortar la otra muñeca.
—¡El señor te reprenda! — grité fuerte, aunque más asustada aún.
La visión se esfumó como el viento y volví a estar en el salón de la casa. Me abracé tan fuerte quedando en posición fetal.
—Tranquila, niña. No te dolerá.
—¡Cállate! ¡No mientas! —Grité más fuerte, pese a la vibración de mi voz. — ¡No te creo! Yo te reprendo en el nombre de Jesús.
Y de repente, se calló.
Respiré profundo varias veces, tratando de calmarme; pero al intentar levantarme del sofá, noté que no podía hacerlo. De alguna forma, algo me jalaba hacia el mueble adentrándome más en él. Desesperada con mi agitación, las vi. Unas gruesas y aplomadas cadenas que me ataban al mueble y mientras más me movía más hacían presión sobre mí. Doliéndome en la piel. De pronto, él regresó con otra idea.
—Creo que me precipité un poco. No tienes por qué temerme, yo solo quiero ayudarte. No como ese que solo te pone en aprietos. —acotó más sutil que me espelucó la piel.
—¡Es mentira! —respondí. —¡Es mentira!
—Sí no lo es, ¿por qué temes?
No era que no confiara en las promesas de protección que me había hecho, pero algo muy dentro de mí me mantenía en esa continua duda. Tal vez había escogido el camino equivocado y todo lo que estaba viviendo era parte de un trastorno o tan solo no era suficiente buena en lo espiritual y si merecería la muerte.
—Ves, yo solo quiero ayudarte—continuó hablando en lo profundo de mi consciente a la vez que una visión aparecía de nuevo delante de mí difuminando todo el espacio—En el baño, están las pastillas para dormir de tu mamá. —apuntó más tenacidad y sonrió o eso me pareció, puesto que no lo vi directamente. —Solo debes beber algunas tabletas. Tal vez unas diez. ¡Anda! No sentirás nada.
—El señor te reprenda…—le dije, pero no funcionó.
Una risa entre lo despiadado y lo sutil se dejó oír mientras un sentimiento de horror me presionaba el pecho
—El señor te reprenda…— susurré esta vez, pero seguía riéndose tan insistente.
De la impotencia comencé a llorar. Él viendo como me encontraba, habló astutamente y dijo:
—Entiéndelo, princesa. Tú nunca serás suficiente para alguien—expresó—este mundo está podrido y él es quien tiene la culpa.
—¡Mentira…! —gemí con un cierto temblor en mi voz —¡mentira…! Señor, ¿qué me está aconteciendo? No entiendo..., pero yo sé que tú me das fuerzas, ayúdame…
Me estaba volviendo loca, esa vez no era la primera vez que tenía esa clase de episodio. Desde hace ya algún tiempo me colocaba pensamientos de muertes o de odio, incluso en la misma iglesia; pero nunca creí que se manifestaría de esa forma.
—¿Ayudarte…? Si tú no puedes ayudarte a ti misma, nadie lo hará... —acotó y eso me dio más miedo— Acuérdate de lo que dice el refrán; ayúdate que yo te ayudaré. Ve al baño y tómalas.
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Editado: 15.07.2021