Tenía fama de cazador de insectos. Alan, con su despiadada manía de matar arañas. Las esclavizaba, y torturaba cercenando sus patas. El placer acabaría. En la vieja casona de los Williams. Una pareja de ancianos desaparecida hace tiempo. Las telas de seda de aquel sitio plagado de pastos, que escondían la casa, eran un manjar para nuestro cazador que perseguía un diminuto ser que al tomar con sus manos se le escapó por la entrada, entre los yuyos inmensos. El paso estaba prohibido. Y La curiosidad lo llamó a una puerta entreabierta al sortear el jardín maltrecho. Allí, estaba el espécimen que logró salir de sus fauces. Esta vez eres mío dice, apretando los dientes. Al ingresar, con solo un paso, las maderas podridas del suelo se quebraron, y cayó a un subsuelo en penumbras. Al recobrar el conocimiento, la pequeña araña saltarina lo observaba. Éste, aturdido quiso tomarla, y enseguida podía ver infinidad de arácnidos sobre su anatomía. Comenzó a mover su cuerpo de la desesperación, quitándose aquellas criaturas. Al incorporarse, caminó sobre una capa fina entre descuidos. El sonido de la vibración, le pareció extraño, pero era tarde. La reina ya estaba lista para la cena cuando clavo el primer colmillo sobre el pecho del cazador; ahora presa. La pequeña araña saltarina veía entre sus ojos, como era devorado. Lo que quedaba de los ancianos también.
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