La llama crepitaba débilmente, como una promesa olvidada que hace siglos sentenció a la tierra.
La espera se agotaba con cada puesta de sol, y esa llama, vestigio de esperanza, se consumía de manera preocupante, llevándose consigo el aliento de los testigos que dejaron de venerar los tiempos venideros, cargados de falsas promesas e ideas de paz reinante.
Las gotas errantes de sangre derramada sobre la llama no hacían otra cosa que acelerar el período de destrucción. Sangre de las entrañas de la realeza; sangre de los más dotados guerreros, y de los jóvenes sobresalientes que prometían liderazgo entre los suyos. La gloriosa llama se consumía con cada intento fallido; débil contrastada con el viento, insignificante en comparación con la piedra blanca que desde el principio la acogió.
¡Oh, celestial fuego,
la más omnipotente muestra de nuestro inmenso poderío,
regalo de la deidad absoluta,
que nos ha dotado de la pureza de su magia!
¡Nunca dejes de iluminar nuestro camino,
pues mientras brilles mantendremos las espadas en alto,
deseosos por luchar en nombre del reino que nos resguarda,
este reino que sin sombras será un halo de tu encanto!
Horas, días, semanas... Nada era capaz de pronosticarlo. Ni la más pura fuente de magia en dominio del hombre, ni el mejor estratega de todos los tiempos, o el saber acumulado en la mente del más sabio ser de todos los sabios sobre la tierra.
¿Qué haremos cuando la muerte se abra paso, despiadada y vil, y se lleve consigo el último aliento de nuestra especie?
¡Qué Glindor no lo permita jamás, oh, adorado dios nuestro!
El sol naciente se abría paso en el horizonte, el cielo amoratado contrastaba con las montañas bañadas en sombras, cien veces oscurecidas como un mal presagio.
Los pies del joven que fue criado como Humano se desplazaban con ligereza, descalzos y heridos, habiendo sido perseguido por hombres montados en hábiles animales.
¡Joven intruso en tierras adornadas por equívocos prejuicios!
¡Joven que has dejado atrás a tus amigos, a tus hermanos de vida, que ahora luchan para protegerte la espalda!
¡Por ellos has de armarte de valor, aunque esa virtud Glindor sabe que nunca ha flaqueado en ti!
El joven escaló el mural del castillo, construido con bloques de piedras, ásperos y enemigos de la piel del enemigo. En cuanto visualizó la llamarada escarlata, similar a un débil suspiro inerte, el joven corrió hacia ella empuñando en alto su espada.
Los guardias se precipitaron en ese momento para detener al desconocido, aquel que osaba acercarse al elemento sagrado de los Reyes, símbolo del poder blanco sobre la tierra, herido de muerte hace tantos años.
Haciendo caso omiso a sus perseguidores, el joven abrió la carne de su pecho en un ligero tajo.
El Rey llegó advertido por sus hombres, justo a tiempo para contemplar aquella poderosa escena. El soberano observó como la llama se elevó alta en el cielo al entrar en contacto con la sangre de aquel que a sus ojos era un niño; aquel que ante los ojos los verdugos, aquellos que le daban caza, dejó de ser un enemigo. La llama ahora ardiente y de apariencia invencible empujó con fuerza al joven que aún se inclinaba sobre la piedra blanca.
Fue su sangre, la única capaz de otorgar vitalidad a la esperanza moribunda.
Fue su sangre, la que puso fin a la maldición proclamada en los tiempos de antaño; la que fue capaz de poner en ventaja a la fuerza del bien sobre el mal.
Fue un joven Humano, de pasado incierto y armado de tenacidad; débil comparado con el poder de los magos; insignificante comparado con la fortaleza del Rey...
Sin embargo, tan Humano en mente que ni la magia ni la fortaleza resultaron un impedimento para que hiera de muerte a la oscuridad, dando fin al suplicio, en la tierra de aquellos que le privaron a su raza de la libertad