Sin sentido fue como vivimos y, ¿sin sentido nos vamos? El eterno estado neutral que cubre la vida y la muerte, ¿ahora te pertenece? Unos pasos resonaron en la madera carcomida por los roedores. Las mujeres se abrazaban, los hombres guardan silencio y los niños juegan afuera, en medio de la pista. La penumbra se apoderaba de todo; y yo, no podía dejar de ver al muerto que yacía en su modesto cajón de madera.
Uno de los niños se acercó al ataúd, alegre por los dulces y galletas que se repartía entre los asistentes.
—¡Levántate, levántate! Sirven café de los dulces y galletas con chocolate. ¡Te los vas a perder! —No obtuvo ninguna respuesta y con recelo volvió con los otros.
Un llanto surgió de entre los rincones de la sala, encubriendo el murmullo de la gente. Había un anciano bastante delgado que estaba empotrado en una silla de ruedas, tenía una venda negra cubriendo la cuenca en donde debería estar su ojo derecho, pero usualmente no se lo veías, ya que siempre andaba con unos lentes oscuros. Durante todos sus años, había visto a hijos y nietos morir, pero nadie lo había visto tan destrozado como esta vez. Su rostro mostraba un malestar tan fuerte como el día en que perdió a su esposa, a causa de la enfermedad que cargaba nuestra familia. El gorro de lana que llevaba caía con pesadez por el lado derecho de su cabeza mostrando las greñas blancas del pobre viejo. Trataba de hablar, pero no podía, sus labios eran tan blancos y su mandíbula temblaba tanto..., todos los que lo miraba compartían aquella mirada de convalecencia, sentían pena por su estado y, quizás, por el sufrimiento que la vida le había otorgado.
—Dicen que murió solo —escuché de repente—, en la mañana si no me equivoco, cuando nadie se tomó la molestia de visitarle; para cuando el viejo llegó en la tarde ya estaba muerto ¡Fíjate pues! ¡La tristeza del viejo al enterarse!
—El viejo lo quería como a un hijo... —comentó un hombre robusto, más corpulento que cualquiera—. A mí me dijeron que entró en la locura, un poco antes de que muriera, siempre llamando a la familia: ¡Sofía! ¡Benjamín, ven! ¡Tía Carla, vuelve por favor!, decía cuando sucumbía a las pesadillas. ¿Por qué no viene Javier a visitarme? ¿Cómo le va en la universidad?, preguntaba cabizbajo a veces. Mis hermanas traerán algo para distraerme, seguro. Comentaba siempre con las esperanzas de un niño.
Nadie se atrevió a hablar. El hombre prosiguió.
—Pobre, pobre, era joven aún. Siempre vendiendo sus llaveros, aún me acuerdo cuando se pasaba por mi casa, siempre le invitaba un plato de comida y creo que nadie sería capaz de negárselo. —Aquel tío comenzó a reír— ¡Que feliz era ese muchacho!
—Lo sé, siempre andaba con sus llaveros... No tuvo a ninguno de sus padres a su lado. Su mamá murió joven, ¿no? —dijo la tía Carla—. Murió cuando tenía dos años; su padre, su padre...
—Jamás supo quién era su padre; incluso yo no sé quién era su padre —respondió una tía lejana—. Su mamá nunca lo dijo, pero creo que es mejor así. —Nadie comentó nada más sobre ese asunto.
Decidí salir del salón a tomar algo de aire, era una oscura noche a mitades de junio, un helado viento cubría toda la pequeña zona que rodeaba la casa. La cancha de tierra permanecía silenciosa al otro lado de la pista, casi nunca pasaban autos por ahí. Era un lugar peligroso para los extraños, pero nosotros siempre estuvimos aquí, protegiéndonos mutuamente.
Había familiares sentados en una variedad de sillas que formaban un cuadrado alrededor de la puerta: tíos, tías, primos, hermanos, amigos. Todo aquél que sentía la desdicha de perder a alguien que no tuvo ni la más mínima oportunidad en la vida, vino. Era la primera vez que veía a casi toda la familia en un solo lugar, algunos no sentían el menor cariño por los otros, pero ahí estaban, hablando, velando a aquél que no se quejó de su desdicha.
Todos me parecieron tan grandes, los nietos del tío Checho ya estaban jóvenes, la hija de la tía Carla también, hasta los hijos de mi hermana los veía grandes. Han cambiado tanto, no parecían esos niños a los que visitaba de vez en cuando. Estaba seguro que todos seguían estudiando, tuvieron la suerte de seguir haciéndolo. Yo también quisiera haberla tenido en mi momento.
El esposo de alguien tenía cargado a un bebé hermoso, me miraba como si fuera alguien extraño, con una mirada profunda, difícil de comprender. Claro, jamás he sido tan bonito para agradarle a los niños. Creo que es hijo de alguna tía, tenía los ojos de alguien a quién había visto antes.
El café iba y venía, pero nadie me lo había ofrecido. Me gustaba el café, pero esta noche no sentía ganas de tomar un poco, de hecho, no sentía ganas de nada.
Los perros me miraban con tristeza, como si supieran que me iré pronto. Tal vez tengan razón, ya es muy de noche. Tengo que levantarme temprano para salir a trabajar. ¿Cuál era mi trabajo? Bueno, no lo recuerdo, quizás en la mañana lo haga. Soy demasiado despistado.
Las personas seguían bebiendo y conversando, me sentía invisible, no había podido hablar con nadie. Aunque tampoco conocía a muchos de los que me rodeaban, tal vez eran amigos de algún familiar lejano, me paré y caminé un poco más por el lugar, sintiendo que ya era momento de irme retirando.
La última despedida siempre será la más dolorosa, pensaba mientras entraba por esa puerta de metal corroída, sostenida a la pared solamente por aquellas bisagras de cobre oxidado. Respiré con tranquilidad un aire que ya no sentía recordar, me acerqué al ataúd y miré aquel cuerpo inmóvil que dormía plácidamente.