Relatos Macabros

la casa de los ecos

oscuridad y la luz de su verdad.

En un remoto pueblo, alejado de la civilización y rodeado de densos bosques, se alzaba una antigua casa de madera, conocida por todos como "La Casa de los Ecos". Durante años, había estado vacía y en ruinas, pero los rumores sobre su pasado la mantenían viva en la memoria de los habitantes. Decían que aquellos que se atrevían a acercarse o, peor aún, a entrar, jamás volvían a ser vistos.

Atraído por la curiosidad y la adrenalina, un joven llamado Tomás decidió investigar la casa. Desde pequeño, había escuchado las historias sobre las extrañas voces que resonaban en su interior y las sombras que parecían moverse entre las paredes. Un atardecer, cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de las colinas, Tomás se armó de valor y se dirigió a la casa.

Al llegar, la puerta chirrió ominosamente al abrirse, como si la casa lo estuviera invitando a entrar. El aire estaba impregnado de un olor a moho y descomposición. Las paredes estaban cubiertas de hiedra y los muebles, cubiertos de polvo, parecían haber sido abandonados por décadas. Sin embargo, lo que más inquietó a Tomás fue el silencio absoluto que reinaba en el lugar.

Mientras exploraba las habitaciones, comenzó a escuchar susurros lejanos, como ecos de conversaciones olvidadas. Al principio pensó que era su imaginación, pero a medida que avanzaba, las voces se volvían más claras y distintas. “¿Quién está ahí?”, preguntó, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. La respuesta fue un eco de su propia voz, retumbando en las paredes.

Tomás siguió adelante, sintiendo que una fuerza invisible lo guiaba. En la sala principal, encontró un viejo espejo cubierto de polvo. Al acercarse, vio su reflejo, pero detrás de él había una figura oscura, apenas visible. Se giró rápidamente, pero no había nadie. Su corazón empezó a latir con fuerza y un sudor frío le recorrió la frente.

Detrás del espejo, una puerta se vislumbraba, entreabierta. Sin pensarlo, empujó la puerta y entró en un pasillo oscuro. Las paredes estaban cubiertas de retratos de personas con miradas vacías. Algo en sus ojos parecía seguirlo, observándolo con una intensidad inquietante. Al final del pasillo, encontró una habitación con un viejo piano. La tapa estaba abierta, y las teclas estaban cubiertas de polvo.

De repente, el piano comenzó a tocar una melodía suave y melancólica, como si alguien estuviera tocando desde dentro. Tomás, paralizado por la mezcla de miedo y fascinación, se acercó. Entonces, las voces comenzaron a resonar de nuevo, esta vez más fuertes. “¡Ayúdanos!”, clamaban. “No podemos salir”.

Tomás sintió un nudo en la garganta. “¿Quiénes son ustedes?”, preguntó, sintiéndose impotente ante las súplicas. “Nosotros somos los que fueron atrapados aquí”, respondieron las voces en un coro desesperado. “La casa nos retiene, y tú puedes ayudarnos”.

Sintiendo una mezcla de compasión y terror, Tomás decidió que debía hacer algo. Las voces le indicaron que el secreto para liberarlos estaba en el espejo. “Rompe el espejo y serás libre de nosotros”, suplicaron. Con el corazón en la garganta, tomó un objeto pesado que encontró en el suelo y se dirigió hacia el espejo.

Con un golpe poderoso, el espejo estalló en mil pedazos, y un grito colectivo resonó en la habitación. Las sombras que habían permanecido ocultas comenzaron a salir del espejo, formando figuras etéreas que danzaban en el aire. Tomás sintió una fuerza abrumadora, como si las almas atrapadas estuvieran tratando de salir de su prisión.

En un instante, las figuras comenzaron a desvanecerse en una luz brillante. “Gracias”, susurraron antes de desaparecer por completo. Pero antes de que Tomás pudiera reaccionar, la casa comenzó a temblar. Las paredes crujían y el suelo vibraba. Un pánico repentino lo invadió, y se dio cuenta de que había liberado algo más que almas.

La casa, furiosa por la ruptura del espejo, comenzó a cerrarse sobre él. Las puertas se cerraban, y las ventanas se bloqueaban. Tomás corrió hacia la salida, pero cada paso que daba parecía llevarlo más lejos de la puerta. Las voces, ahora enojadas, resonaban a su alrededor. “Tú nos has traído aquí. Ahora tú eres uno de nosotros”.

Desesperado, Tomás encontró una ventana y se lanzó hacia ella, rompiendo el cristal. Cayó al suelo, sintiendo el aire fresco en su rostro. Sin mirar atrás, corrió hacia el bosque, sintiendo que la casa lo perseguía. Los ecos de las voces resonaban en su mente, jurando que nunca podría escapar de su destino.

Finalmente, llegó al pueblo, jadeando y temblando. Contó su historia a los aldeanos, pero muchos no le creyeron. Algunos murmuraron que la casa siempre tomaría lo que le pertenecía. Con el tiempo, Tomás se convirtió en una sombra de sí mismo, atormentado por las voces que nunca lo dejaron en paz.

Años después, la casa de los ecos seguía en pie, esperando a su próxima víctima. Aquellos que se acercaban escuchaban susurros en el viento y veían sombras danzando entre los árboles. La historia de Tomás se convirtió en otra leyenda, recordada por los habitantes del pueblo, un recordatorio de que algunos ecos son mejor dejarlos en el olvido.



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En el texto hay: terror paranormal

Editado: 14.12.2024

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